«Vivimos una época alfabética. Todo está dominado por el alfabeto como un absoluto, y olvidamos que el alfabeto es un invento. De hecho, decimos analfabeto como un insulto. Una vez un amigo me dijo: ‘No despreciemos a los analfabetos. Ellos inventaron la escritura'».
Así hablaba ayer Eugenio Montejo en Babelia. El alfabeto, las palabras, ofrecen aproximaciones a la realidad que son demasiado débiles. Mucho más cuando la desproporción entre palabras existentes y palabras comunmente utilizadas es tan grande. ¿Dónde queda lo que no decimos? ¿y lo que no sabemos expresar? ¿cuánto desfase hay entre lo que decimos y lo que somos?
Creo que se impone una reflexión sobre la capacidad de perversión de la realidad que tiene el lenguaje (escrito y hablado), sobre los peligros que conlleva su enorme limitación, su poder homogeneizador. Más aún en tiempos de mensajería instantánea, de SMS o de e-mails, cuando tanto se presta al juego, a la manipulación. No somos lo que decimos, somos lo que somos, entiéndase con o sin connotaciones. ¿De qué sirve decir más?