Si nos preguntaran cuál es la forma más literaria de viajar, seguro que responderíamos: el tren. Veamos unas asociaciones fáciles: el autocar recuerda a los Greyhound, al pulp. Las motos y los coches, a Easy Rider, Kerouac y la road movie. Demasiado cinematográficos. A pie suena caduco, tiene un toque demasiado existencial. Y al avión aún está buscando su lugar en la literatura, o su nuevo lugar tras el 11-S.
Para mí el tren es La montaña mágica, las esperas en los andenes y la gran novela del XIX. Es el placer de viajar. Hasta que se llenó de familias completas ociosas. A cualquiera que haya realizado recientemente un trayecto largo en tren por España le resultarán familiares estas palabras de Maruja Torres en El País Semanal sobre lo que se cuece dentro de los vagones:
… o gritan (porque no hablan, sino que se lanzan instrucciones tipo «Lleva al nene al váter» o «Quiero agua» o «¿Qué peli echan?») o zampan (ganchitos, patatas con sabores, bocadillos traídos de casa, más ganchitos, caramelos) (…) A ambos lados del tren pasan las variadas tierras de España, sus frondas y barrancas escarpadas, pero eso no parece importar a nadie. El vagón cruje de griterío sincopado, rebufos de televidente ansioso y tañido regular de ganchitos y otros productos de bolsa. Y de estruendosas conversaciones telefónicas.