Parece que, cuanto más hostil es el entorno, mayor es la imposición social de hablar. A lo largo del día pasamos horas en entornos sociales creados artificialmente, formados por personas a las que no elegimos, y con las que existe la obligación de hablar para no crear tensión, para que no se nos adjudiquen rarezas y para preservar la normalidad.
He pensado esto tras leer la entrevista con Javier Marías que publica El País, donde el escritor dice: Hay que tener en cuenta que no tenemos muchas cosas interesantes que contar. En un momento de la novela, el profesor afirma que raro es el día que uno se va a la cama y piensa que podría haberse ahorrado todo lo hablado.
El silencio es sospechoso, crea problemas. Una persona silenciosa puede incluso despertar la curiosidad menos sana de los demás. Pero lo cierto es que, a la larga, no cogemos cariño a alguien, ni le despreciamos, por sus palabras. Es algo más profundo y más auténtico. Pueden ayudar, claro, pero no son definitivas. Dice Marías: En el fondo todos sabemos más de lo que reconocemos. Sabemos cuándo algo se tuerce, cuándo alguien deja de quererte, cuándo estamos irritando al interlocutor… (y sin que nos lo diga con palabras, añado yo).
… y qué sensación de usar las palabras ajenas para alimentar elucubraciones propias : o (