El criado trajo ternera con sauerkraut y patatas.
Decía Virginia Woolf que los novelistas «raramente se molestan en decir palabra de lo que se ha comido. Forma parte de la convención novelística no mencionar la sopa, el salmón ni los patos, como si la sopa, el salmón y los patos no tuvieran la menor importancia, como si nadie fumara nunca un cigarro o bebiera un vaso de vino» (aunque lo parezca, no estoy preparando una tesis sobre la Woolf).
Cambiaron el plato por carne de vaca con pasas y espinacas. Limpiaron los tenedores con pan negro y volvieron a empezar.
Al leer En un balneario alemán (1911), de Katherine Mansfield, me he acordado de lo que decía Virginia Woolf sobre la comida en las novelas. La neozelandesa no para de hablar de primeros platos, segundos platos, postres e infusiones. Además, casi todas las conversaciones tienen lugar en la mesa.
Ofrecían un suculento pastel de cerezas con nata.
Lo suyo es una especie de literatura de la boutade, al menos en este libro. Durante una cura en el balneario alemán del título, las conversaciones de sociedad se salpican con sarcasmos de un personaje femenino, imagino que alter ego de la Mansfield. No siento predilección por su literatura, que, sin embargo, tiene gran interés costumbrista, por lo bien que retrata a la sociedad del cruce de siglo, tanto a las baronesas como a las criadas.
Pausa. Todos se miraban moviendo la cabeza, las bocas llenas de huesos de cerezas.