En una entrevista a Carme Riera que publica Qué leer:
¿Alguna idea para fomentar la lectura?
Prohibirla. Conmigo funcionó. Yo era una niña retrasada. Las monjas no sabían qué hacer porque tardé mucho en aprender a leer, quizás tendría 7 años. Un día, mi padre, que era un señor muy decimonónico, me leyó la ‘Sonatina’ de Rubén Darío y me fascinó. Le pedía que me lo releyera una y otra vez, pero él me dijo que aprendiera a leer. Y así ocurrió. Pero no se detuvo ahí. En casa teníamos una buena biblioteca y la cerró con llave expresamente. Yo encontré la llave, cogía libros y los devolvía. Lo primero que leí fue una novela de Valle-Inclán que no me correspondía por la edad, ‘Sonata de otoño’, de la que no entendí nada, claro.
Yo también quise siempre leer cosas de mayores. Así que, cuando por fin tuve capacidad lectora para engullir Las uvas de la ira, llegué a conclusiones confusas: ¿esa familia sufre mucho y pasa hambre o soy yo que exagero lo que leo? ¿Joad está bien escrito? ¿en los libros mueren los abuelos? ¿Rosasharn tiene un bebé o no? ¿qué es eso que hace al final del libro?
Y ya que estamos con Las uvas de la ira, he encontrado un estudio de la profesora Harriet Quint, de la Universidad de Guadalajara (México), titulado El amor en Las uvas de la ira de John Steinbeck. Ahí explica que el nombre completo de Rosasharn, Rose of Sharon, se obvió en la traducción española por su relación con el (¿profano?) Cantar de los cantares. A través de ese nombre completo, explica Quint, «los elementos desperdigados del amor por la tierra y por la familia se reúnen y forman un concepto universal (…) El amor de ser individual, relacionado con el resquebrajamiento de una familia, adquiere dimensiones cósmicas que atañen a toda la humanidad».