Cuando cumplí cuarenta años di en sentir que no podría yo ser más vieja, que no lo resistirían ni mi vanidad, ni mi cintura. Después, me acostumbré…
En este blog me he detenido decenas de veces a contemplar los retratos que hacen los autores del envejecimiento. En Don de tiempo, Ángeles Mastretta le quita hierro al paso de los años, que a fin de cuentas padecemos lo mismo las mujeres que los hombres, aunque estos últimos crean disimularlo mejor.
Para Mastretta, dejar atrás la juventud de uno supone el regreso a las libertades de la infancia y alcanzar el derecho a hacer lo que se le pega su gana:
Ya hoy, veinte años después de los veinte me digo que era un cretino el hombre que me quitó el sueño de entonces, sé que algunos de mis maestros no eran genios y que otros eran más bien torpes, me digo y digo que no me gusta cierta literatura y que ni modo, que en el sesenta y ocho estaba yo en la luna en vez de estar marchando en una manifestación del silencio, que en el setenta todavía no había leído ‘Rayuela’, que me moría por un pase para la muestra de cine y que a Borges lo empecé a querer con los años.