Aunque un hombre trabaje y se entregue a un lugar determinado, al final lo que desea es volver al lugar que le vio nacer.
El regreso en tren a Madrid lo he dedicado a la lectura. El primer tramo, entre Barcelona y Lleida, me he centrado en leer el paisaje: el mar agitado, las playas -ahora invernales- entre Sitges y Tarragona, y el Pirineo, imponente. Después de vivir ya tanto tiempo en secano, cada vez que tengo el mar a la vista me siento incapaz de dedicarme a otra cosa que no sea a contemplarlo.
Materialmente, una madre puede darle a su hijo todo lo que le haga falta, pero lo que necesita para criarlo es tener una actitud positiva.
Entre Lleida y Madrid el paisaje no acompaña (tanta aridez me inquieta) y me dedico a leer un libro de principio a fin. Esta vez le ha tocado a mi autor del momento: Kazuo Ishiguro. Su Pálida luz en las colinas es todo sutileza y contención, un canto a la compasión (esa triste comprensión de la que hablaba Kerouac) que se inicia poco después de que la bomba arrasara Nagasaki.
Cerca de nuestra casa pasaba un río y, en una ocasión, me contaron que antes de la guerra se había formado una aldea a la orilla del río. Pero después cayó la bomba y sólo quedaron ruinas carbonizadas…
Llegué hasta ti, buscando una reseña al libro Pálida luz en las colinas… subrayo lo que tú sutilmente subrayas… este libro me ha dejado pensando en la pa-maternidad, en como uno ha juzgado y termina siendo juez y parte de su propia crianza… es más complejo mi análisis de lo que aquí te narro… pero, definitivamente es un libro especialmente sobrecogedor, no por aquello que dice, sino por lo que calla. Un abrazo