Hace unos días me encontré por casualidad en La 2 Un franco, 14 pesetas, de Carlos Iglesias, esa especie de Cuéntame cómo paso de la inmigración española de los sesenta.
Viendo la decepción del niño al entrar en su piso de segunda mano en San Blas, recién llegado de Suiza, me di cuenta de que los más pequeños rechazan todo lo que huele a viejo. A mí misma me pasaba: lloraba sin consuelo cuando me llevaban a visitar a alguien que vivía en una casa antigua. Ahora no lloro, pero aún me hace pasar malos ratos
Ahora he dado un pasito: rechazo lo viejo, o mejor, lo usado, cuando no es mío. No me gustan las casas rurales, ni los hoteles que no son nuevos, ni la ropa vintage, ni cualquier artilugio de segunda mano que haya pertenecido a un desconocido.
Solo me interesa lo viejo cuando ha dejado de ser reutilizado por unos y otros y se ha convertido en objeto de estudio: una iglesia románica o gótica, unas ruinas romanas, unas calles que casi no han cambiado desde la Edad Media, por ejemplo. Hace falta que pasen siglos para que capte mi atención.
Si los niños no quieren saber nada de las cosas viejas, ¿llegar a aceptarlas en síntoma de madurez?