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Houellebecq, Ampliación del campo de batalla

Una vida entera leyendo habría colmado todos mis deseos; lo sabía ya a los siete años. La textura del mundo es dolorosa, inadecuada; no me parece modificable. De verdad, creo que toda una vida leyendo me habría sentado mejor.

He ahí el secreto de mi felicidad completa. Lo encuentro, paradójicamente, en un libro que no me ha gustado porque es de esos que concluyen que no merece la pena vivir.

Si hubiera que resumir el estado mental contemporáneo en una palabra yo elegiría, sin dudarlo, amargura.

Es la primera novela de Michel Houellebecq que leo. Ya en la contraportada, Tibor Fischer dice de Ampliación del campo de batalla (1994) que es «El extranjero de Camus para la sociedad informatizada».

Oficialmente, estoy atravesando una depresión. Me parece una fórmula afortunada. No es que me sienta muy bajo; es más bien que el mundo a mi alrededor me parece alto.

De El extranjero, como de casi todo Camus, yo me quedo con el sol. ¿Por qué no me atrae esa literatura? Houellebecq lo sabe:

La forma novelesca no está concebida para retratar la indiferencia, ni la nada; habría que inventar una articulación más anodina, más concisa, más taciturna.

En la novela, que efectivamente me ha resultado anodina, un ingeniero informático recorre Francia dando formación sobre el software que ha desarrollado su empresa para el Ministerio de Agricultura. Es la primera vez que veo reflejada en literatura la relación cliente-proveedor, que se presta a todo menos a las florituras.

El protagonista acaba en un psiquiátrico:

Toda aquella gente -hombres o mujeres- no estaban trastornados en absoluto; sencillamente, les faltaba amor.

Y piensa en el tiempo para no aburrirse:

Me parecía normal que, a falta de acontecimientos más tangibles, las variaciones climáticas vinieran a ocupar cierto lugar en mi vida; por otra parte, según dicen, los viejos no consiguen hablar de otra cosa.

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