Todo cuanto dice Marcel Proust sobre la memoria y las intermitencias del corazón está en mi ‘Elegía de un madrigal’, publicada en 1907 y escrita mucho antes.
Lo escribió Antonio Machado en su cuaderno Los complementarios, según recuerda Ian Gibson en Ligero de equipaje.
Soy poco amiga de las biografías, pero siempre he dado una oportunidad a los textos sobre la vida de Machado. Leer sobre su docencia antes y durante la Segunda República o sobre su diálogo con poetas e intelectuales coetáneos ha grabado en mí la sensibilidad de una época.
Machado practicaba la costumbre de no suspender a nadie, puesto que, como sus maestros de la Institución Libre de Enseñanza, aborrece los exámenes y un sistema anticuado que pone demasiado énfasis en la memorización de información a menudo inútil, y muy poco en el desarrollo del individuo (…) La lectura comentada y la memorización de poemas eran métodos consagrados en la Institución Libre de Enseñanza.
En Ligero de equipaje he descubierto, en palabras de Juan Ramón Jiménez, en qué consistía el torpe aliño indumentario de Machado:
Iba vestido con un gabán descolorido viejísimo, que sólo conservaba uno o dos botones de una fila, los cuales siempre llevaba abrochados equivocadamente, y debajo los pantalones los sujetaba con una cuerda lo mismo que los puños, atados con trozos de guata en vez de gemelos.
Y también el origen de su nostalgia del paraíso perdido, que explica su madre: Antonio no ha tenido nunca esa alegría propia de la juventud.
Con la estampa de su paso de la frontera, que descubrí precisamente en un tren que me traía de Francia, nació un vínculo poderoso con su obra y su figura.
Yo, para todo viaje
-siempre sobre la madera
de mi vagón de tercera-,
voy ligero de equipaje.