Ni el de Woody Allen ni el de Paul Auster, Edith Warthon o J.D. Salinger: el Nueva York de la novela de Edward Rutherfurd es todos a la vez porque arranca en 1664, cuando aún se llamaba Nueva Amsterdam y había asentamientos indios en Manhattan, y termina en 2009, en plena crisis financiera.
En Nueva York los personajes son lo de menos. No hay una saga a la que seguir desde el siglo XVII, sino estereotipos neoyorkinos más o menos reconocibles. Lo más interesante de sus 938 páginas es conocer el origen de los iconos de la ciudad:
Broadway, siglo XVII:
Íbamos caminando por la calle principal que va del fuerte a la entrada de la muralla, la que los ingleses llamaban Broadway…
Wall Street:
Se había trazado una nueva calle paralela a la vieja muralla del norte de la ciudad, que se estaba cayendo a pedazos. A esa nueva calle la llamaron Wall Street. En 1696, los anglicanos sentaron los cimientos de una gran iglesia en la esquina de Wall Street y Broadway, a la que pusieron por nombre Trinity Church.
Central Park:
[En 1863] Hacía pocos años que habían dispuesto aquel rectángulo de cuatro kilómetros de largo, proyectado por Olmstead y Vaux, con objeto de proporcionar un espacio de asueto, un «pulmón» en el centro de lo que ya se prevía como un trazado completo de calles. Para ello habían desecado pantanos, eliminado un par de aldeas y allanado colinas. En su lugar las extensiones de césped, estanques, bosques y senderos ofrecían unos paisajes casi tan elegantes como el Hyde Park de Londres o el Bois de Boulogne contiguo a París.
Little Italy a principios del siglo XX:
La gente procedente de la región napolitana vivía en su mayoría en la calle Mulberry, los calabreses en la Mott, los sicilianos en la Elizabeth…
La New York Library:
El 23 de mayo de 1911, el presidente de los Estados Unidos en persona se encontraba en la ciudad de Nueva York para presidir una importante ceremonia. En la Quinta Avenida, en el lugar donde antes se elevaba el viejo depósito con aspecto de fortaleza, la gran biblioteca se iba a abrir por fin al público. La colección, basada en la suma de las bibliotecas Astor y Lenox, era inmensa. Gracias a la cuantiosa donación de Andrew Carnegie, el sistema de bibliotecas de Nueva York se encontraba entre las instituciones más generosas del mundo, de acceso libre al público.
El Empire State, nacido para rebasar la altura del edificio Chyrsler:
Había estado en varias obras, y aquella era la más interesante. Se encontraba en la Quinta Avenida, junto a la calle Treinta y Cuatro. A principios de año [1917], aquel solar estaba todavía ocupado por la magnífica mole del hotel Waldorf-Astoria. En marzo, solo quedaba un enorme socavón de doce metros de profundidad. Ahora del lecho de roca del suelo surgía con asombrosa velocidad el rascacielos que iba a superar a todos los que se habían construido hasta entonces. Todo lo relacionado con aquel proyecto era desmesurado. El promotor, Raskob, había salido de la nada hasta convertirse en el hombre de confianza de la poderosa familia Du Pont y presidente de la comisión financiera de la General Motors. El gestor, Al Smith, aún era pobre, pero había sido gobernador de Nueva York por el partido demócrata y hasta podría haber sido elegido presidente de Estados Unidos de no haber sido católico. Ambos eran personas extravagantes. Detestaban la hipocresía de la Ley Seca y amaban los retos. Si Walter Chrysler creía que aquella ingeniosa estratagema de la aguja de acero inoxidable iba a coronarlo rey de la silueta de Nueva York, anda errado. El Empire State iba a superarla dentro de poco.
Bryant Park en 2000:
Detrás de la Biblioteca de Nueva York, en el lugar donde antes se alzaba el Crystal Palace, la pequeña zona verde de Bryant Park se había convertido en un tétrico enclave poblado de ratas y traficantes de drogas. Ahora lo habían transformado en un área donde los empleados de las oficinas próximas podían sentarse a tomar un capuchino.
Y los indios mohawk que trabajaron en los rascacielos:
En la obra empleaban a bastantes indios mohawk. Medio siglo atrás, familias enteras de ellos habían aprendido el arte de trabajar con el hierro en los puentes de Canadá. Ahora habían acudido desde su reserva para trabajar en los rascacielos de Nueva York. A Salvatore le gustaba mirar cómo los mohawk permanecían tranquilamente sentados en las vigas mienras las proyectaban encima del vacío a alturas de vértigo.