Vi por primera vez Venecia a la luz del día una radiante mañana de octubre. La noche anterior, paseando hasta San Marcos, me pareció normal la quietud de sus callejones. Por la mañana, camino hacia el Puente de la Academia, solo dos sonidos acompañaban el paseo: la charla de algún turista y el golpear de las barcas contra las paredes de los canales. En Venecia no hay coches, y ese rumor infernal de las grandes ciudades, día y noche, lo han borrado de la banda sonora. Parece que han parado la escena antes de seguir rodando.

Mientras subía al Puente de la Academia se me ocurrió mirar hacia un lado y allí estaba: el Gran Canal bañado por el sol, dorados los palazzos, surcado por decenas de embarcaciones… El mal de Stendhal no me atacó cuando visité Florencia pero aquí sí 🙂

Entre San Marcos y el Puente de Rialto, Venecia es despiadadamente turística. Caminar por esa zona es como montar en un autobús en el que caben 20 personas pero han subido 70. Te alejas de allí y descubres la Venecia de cuento.

En Dorsoduro, el barrio de los artistas, junto a las galerías hay edificios de poca altura -nada de palacios- decorados con el mejor gusto. Jardines encaramados a los estrechos canales, macetas en los balcones y parterres junto a los portales indican que ahí viven los venecianos, con una lancha atracada bajo cada vivienda.

Desde la Punta della Dogana, también en Dorsoduro, hay impresionantes vistas del perfil más conocido de la ciudad, el del campanile de San Marcos y el Palacio Ducal. Las mismas, pero frontales, que se ven desde Giudecca, el tranquilo barrio en el que Elton John tiene su palazzo. François Pinault, Elton John, Prada… son muchos los que invierten millones en conservar Venecia, que, al menos en octubre, ni huele mal, ni está sucia ni parece condenada a muerte.

Otras cosas que se me quedaron grabadas de Venecia:
Las chimeneas
Sobresalen de las fachadas como un ornamento más. Al parecer su ubicación y estructura están pensadas para evitar tragedias en los palazzi, donde abunda la madera.

Los pozos
Hay uno frente a cada palazzo, o más bien detrás, no olvidemos que el acceso principal a las viviendas solía ser el del canal. Ahora son pozos ciegos, pero cumplieron un papel crucial hasta el siglo XIX, antes de que llegara el agua corriente a la ciudad.

Los timbres
Son muy pintorescos y grandes, puro steam punk.

Las terrazas elevadas
Yo diría que se han puesto de moda. Los venecianos levantan una plataforma sobre el tejado y allí toman el sol o disfrutan del fresco cuando hace buen tiempo. Hay tumbonas, macetas… pequeños oasis en las alturas.

Los palazzos
No me quise marchar sin visitar un palazzo y entré en el museo de Mariano Fortuny, antigua vivienda del diseñador español. Pese a los esfuerzos de rehabilitación, su interior transmite una idea exacta de la Venecia más novelesca, con paredes recubiertas de telas granates, altísimos techos, estancias oscuras y bajos insalubres. El olor a polvo era intenso y molesto, y contrastaba con la modernidad de las instalaciones de arte que ocupaban el edificio.

Las demás islas
Desde que vi fotos de la isla Burano me empeñé en visitarla. Atravesé la laguna en un barco que salía del tumultuoso muelle de San Marcos y hacía parada en el Lido. Sus casitas de colores pastel bañadas por pequeños canales parecían un decorado, tal era su pulcritud. En la calle principal de la isla degusté un maravilloso plato de pescado frito.

Tras dejar Burano, parada en la silvestre y tranquila isla de Torcello, con su conjunto medieval y donde según las guías cazaba Hemingway. Allí escribió Cruzando el río entre los árboles.

De vuelta a Venecia, decenas de islotes daban testimonio del esplendor de otras épocas con sus construcciones en ruinas. Una isla, la de San Michele, la ocupa íntegramente el cementerio de la ciudad. El regreso en barco lo hice por el otro lado de la isla, lo que me dio la oportunidad de conocer Cannaregio, con sus fachadas desconchadas y sus calles silenciosas que atravesé en busca del bullicioso barrio judío.


La comida (y la bebida)
La bebida típica veneciana es el spritz. Dulce y fresquito, el que más me gustó fue el de aperol.

Dos restaurantes quedan para el recuerdo: Ai Gondolieri, a unos pasos del museo Peggy Guggenheim. Allí probé uno de los mejores purés de patata que recuerdo y un delicioso risotto con hígado servido en el interior de una hogaza.


Y la Trattoria da Ignazio, donde por algún motivo inexplicable todo el personal era nonagenario, o casi. El trato era entrañable, y la comida, casera y deliciosa.

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