Estoy sobrevolando Rusia en el famoso Airbus 380 de Air France. Me lleva de Tokio-Narita hasta París-Charles de Gaulle, donde conectaré con el vuelo a Madrid. Hace unas horas estaba en el piano bar del Hotel Cerulean, en Shibuya, tomando un cóctel con vistas privilegiadas del Tokio nocturno.
La última jornada tokiota fue relajada, de saborear cada minuto restante. Por la mañana tomamos el metro para visitar el mercadillo tradional japonés de Asakusa.
Tras algunas compras no quise irme sin probar uno de esos dulces que había visto en tantos puestos callejeros. Elegí una especie de buñuelo de albaricoque, rosa por fuera, pan frito por dentro, denso dulce de albaricoque en el centro.
En los alrededores del mercadillo descubrimos un Tokio diferente, otro más, lejos de la modernidad de Shinjuku, Shibuya, Omotesando, Ginza o Akihabara. Las calles eran estrechas y la decoración más parecía de hace 40 años que de hoy.
Avanzando por el mercadillo llegamos a la pagoda de cinco plantas de Asakusa, que me empeñé en fotografiar junto a los cerezos en flor del recinto.
Bahía de Tokio
Tras una nueva visita relámpago a la tienda Mandarake de Akihabara partimos hacia Odaiba, en la Bahía de Tokio. No pudo haber mejor plan para nuestra última tarde nipona. En la ultramoderna zona de Shiodome, muy cerquita de Ginza, tomamos el tren con el que cruzamos el Rainbow Bridge sobre la bahía. Circula con neumáticos (como un autobús) y sin conductor, esto lo supe después de hacer el trayecto de ida y vuelta.
En Odaiba comimos carne cocinada «estilo kobe» (riquísima) y pasé un buen rato junto a un Gundam «tamaño real». Un Gundam es una armadura controlada por un hombre desde la cabeza; hace furor entre varias generaciones de japoneses y cientos de frikis del resto del planeta. Medía unos 30 metros y a las horas marcadas se ponía en movimiento: rotaba la cabeza y expulsaba humo (pequeño chasco, esperaba que alzara los brazos al menos).
Después, un idílico paseo por las playas de la Bahía de Tokio, en las que está prohibido bañarse. Muchos grupos se sentaban para ver la puesta de sol sobre el skyline del distrito financiero, con el Rainbow Bridge a la izquierda.
El parecido con las vistas del skyline de Nueva York desde Dumbo es indiscutible, a lo que no pongo pegas porque está en mi top 5 de lugares para recordar toda la vida. Incluso han encajado una Estatua de la Libertad en los jardines de una de las islas, pues todo ese terreno que se ve al otro lado del barrio de oficinas es artificial y está ganado al mar. Lo que no vi en el East River fueron los vivarachos peces que saltaban sin cesar en las aguas de la Bahía de Tokio.
De regreso, el tren que une la isla de Odaiba con el distrito financiero nos regaló curiosas estampas de oficina y ascensores subiendo y bajando a una velocidad desconcertante.
Cruce de Shibuya de noche
Por la noche, un último vistazo al cruce de Shibuya desde la propia estación de tren. Después de días buscando el ángulo perfecto, descubrimos que para verlo bien no había que hacer gasto en el Starbucks o en ningún otro establecimiento del cruce. Bastaba con asomarse a las cristaleras de la planta superior de la estación.
Ya solo faltaba hacer las maletas y despedirse de Tokio desde las alturas en el piano bar Bello Visto, en la planta 40 del Hotel Tower Cerulean. Tanto que recordar de estos días…