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Alfred y Emily, de Doris Lessing

Qué me entusiasma de Doris Lessing (Kermanshah, Persia, 1919): su habilidad para traer al presente cosas que se ha demostrado que no eran para tanto; y la forma de convulsionarnos recordando momentos que parecieron insignificantes. Lo descubrí en El sueño más dulce, que comentaré otro día, y después en Alfred y Emily (2008), novela en la que imagina cómo hubiera sido la vida de sus padres de no haber estallado la Gran Guerra (1914-1918).

Lo que consigue Lessing en las 288 páginas Alfred y Emily es que apartes el libro a menudo para desempolvar, revivir y asimilar el pasado o simplemente comulgar con ella en sus implacables reflexiones.

Por ejemplo, sobre la experiencia bélica como obsesión de una vida:

Hay dos clases de soldados: los que no pueden dejar de hablar de su guerra y los que se callan y jamás dicen una palabra de ella. Mi padre sabía que su discurso obsesivo sobre las trincheras era una forma de liberarse de los horrores.

… sobre la guerra como época feliz (sic). Suena raro, ¿pero no tiene cada persona, familia o grupo su época dorada? La reconocerás porque todas las conversaciones acaban hablando de ella.

Cuando los pacifistas, o las personas que intentan poner freno a la guerra, deciden olvidar que algunos hombres disfrutan profundamente del conflicto, cometen un gran error. Ya en tres ocasiones he oído a hombres hablar sobre un pasado feliz junto a sus compañeros del frente. Lo tienen todo en común.

… sobre la maternidad y sus claroscuros:

Nuestras madres eran mujeres que deberían haber estado trabajando, que deberían haberse ocupado, que deberían haber tenido algún interés en la vida que no fuéramos nosotras, sus atormentadas hijas.

Estar encerrada en un espacio reducido con un niño hiperactivo durante cinco días ocupa un lugar bastante destacado en mi lista de experiencias desagradables.

… sobre lo que no es como lo vimos de pequeños:

Ya era adolescente cuando vi realmente la casa, cuando la comprendí… Una niña no ve más de lo que puede entender.

… sobre los terrenos que dejan de cultivarse. Por un lado te deslumbra su frondosidad, porque nunca los viste así, pero por otro extrañas esa familiaridad de los huertos que han pasado de generación en generación:

Con el abandono, las tierras vuelven al monte.

… sobre la muerte de la novela:

Creo que la eterna proclama «La novela ha muerto» se produce porque ninguno de nosotros ha escrito nada tan bueno como «Guerra y paz», «Anna Karenina» o las obras de Dostoievski.

… sobre ese alimento diabólico que se llama azúcar:

A lo largo de mi vida he visto cómo todos y cada uno de los alimentos han sido alabados por ser esenciales y despreciados por ser malos; aunque el azúcar siempre ha sido malo, malísimo.

… sobre el origen turco del corte de pelo emblemático de los felices años 20:

La melena al estilo garçon o el cabello corto que llevaban sus elegantes amigas se habían puesto de moda por las revueltas y guerras civiles que habían supuesto el final de los Habsburgo. Los sublevados y rebeldes llevaban el cabello muy corto. Turquía, que sufría el mismo caos de rebeliones, aportó al mundo de la moda los peinados que supuestamente estaban inspirados en la imagen popular que se tenía de los harenes.

… y sobre lo que recordaremos cuando seamos ancianos. 

Podemos estar con personas ancianas, o con quien ya tiene cierta edad, y no sospechar nunca que tras esos rostros se ocultan continentes enteros de experiencia. Lo mejor para entenderlo es ser anciano uno mismo, cuando no uno de esos avispados niños con una sensibilidad especial por haber aprendido a permanecer vigilantes, sabedores de que una mirada, un mínimo gesto, puede convertirse en recompensa o premio. Dos personas ancianas son capaces de intercambiar una mirada en la que las lágrimas están implícitas, o la frase «¿Te acuerdas de cuando…?» señala algo que ha valido la pena recordar durante treinta años. Incluso un tono específico de voz, cálido o airado, puede ser sinónimo de un amorío o una enemistad que duró una década. Al escribir sobre los progenitores, hasta los hijos más atentos pueden perderse verdaderas joyas.

Ya me gustaría saber de alguna técnica para retener momentos que no sea hacer fotos o grabar vídeos. Lo resume con mucho almíbar esta canción de Abba capaz de hacer llorar a un bebé (comprobado) y que habré escuchado doscientas veces en los últimos meses (versión con subtítulos en español):

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