En algún momento de los últimos seis años leí El vacío de la maternidad: madre no hay más que ninguna (1995), de Victoria Sau. Lo sé porque hay subrayados en el libro a pesar de que no recuerde nada.
Rescato dos: el primero porque me recuerda esa pura contradicción en la que te instalas desde el embarazo y que ya no te abandona nunca -al menos a mí-: la maternidad es lo más normal, todos somos hijos de alguien… y a la vez es una experiencia arrolladora.
¿Cómo era posible que dar la Vida no fuera un riesgo; un riesgo, además trascendental? Riesgo de muerte, por supuesto, como está demostrado a través de la historia de la humanidad. Riesgo de enfermedades asociadas; riesgo de secuelas físicas a corto, medio y largo plazo. Pero, sobre todo, riesgo por establecer un compromiso tan fuerte, el más fuerte, con otra persona por mor de esa donación significativa. Riesgo por el paso de un ser solo, aislado, solitario, que no tiene que rendir cuentas más que a sí mismo.
Y hay otra idea que a mí me ha encantado, porque en esta época del overparenting es muy buen ejercicio acordarse de uno mismo como hijo. Pero no como hijo con niños, sino como hijo antes de tener hijos:
Sólo se puede amar verdaderamente a la madre si antes se la ha odiado. Porque la odiada es la impostora, mientras que la amada es la huérfana que hay en ella, la otra «hija mayor», tan hija como la hija misma. Ella hizo de madre como pudo.