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Categoría: General

El cuarto de Jacob, de Virginia Woolf

No se puede confiar en los victorianos, que todo lo mutilaban, ni en los contemporáneos, que son meros correctores.

La ruptura de Virginia Woolf con la novela tradicional se produce en El cuarto de Jacob (1922), prácticamente imposible de encontrar traducida en España. Menos mal que existe Iberlibro, donde me hice con un frágil ejemplar de Lumen de segunda mano.

La bahía entera tembló; el faro vaciló; y a Betty Flanders le pareció que el mástil del yatecillo del señor O’Connor se doblaba como una candela puesta al sol.

La playa de Stutland, de Vanessa Bell (hermana de Virginia Woolf)
La playa de Stutland, de Vanessa Bell (hermana de Virginia Woolf)

El cuarto de Jacob es una novela pictórica, yo diría que la gran aportación de la Woolf a la narrativa impresionista a la que, por cierto, tanto debe este blog. Cada pasaje es un cuadro que cobra movimiento. Las olas,  el faro y ese Londres febril condensan lo que Virginia haría con su literatura.

Las chimeneas y las estaciones guardacostas y las pequeñas bahías con olas que rompen sin que nadie las vea inducen a recordar la tristeza avasalladora. ¿Y qué puede ser esta tristeza? La destila la misma tierra.

Pero El cuarto de Jacob todavía no es una obra redonda y va marchitándose a medida que se acerca el final: Las lilas se desmayan en abril, difundiendo un aroma parecido al del dormitorio de un inválido.

Jacob Flanders, el protagonista, es un trasunto de Tobby, el hermano de la escritora que murió tan joven. Esboza su pensamiento con pinceladas demasiado sueltas. Es frívolo, snob, tímido, misterioso y altivo y apenas le oímos hablar. Cree que ha leído todos los libros del mundo y que conoce todos los pecados, pasiones y alegrías. Jamás ha podido leer entera una obra de Shakespeare.

Sus lecturas e introspecciones son las del grupo de Bloomsbury, con su templo, el British Museum, convertido en un personaje más: Hombres pobres y altamente respetables, con esposas e hijos en Kentish Town, emplean sus mejores energías, durante veinte años, en proteger a Platón y a Shakespeare, y luego son enterrados en Highgate.

He disfrutado recorriendo de nuevo Grecia de la mano de Jacob, que en Atenas se aloja en la Plaza de la Constitución, ¿tal vez en el Hotel Grande Bretagne, que lleva 140 años en pie? Entonces todavía había acceso libre al Partenón, bajo cuyas columnas las mujeres enrollan las negras medias de punto que confeccionan a la sombra de las columnas. Un Partenón que parece capaz, con toda probabilidad, de durar más que el mundo entero.

Probablemente -dijo Jacob-, tú y yo somos los únicos en todo el mundo que sabemos lo que los griegos quisieron decir (…) Me propongo visitar Grecia todos los años mientras viva. Es el único medio que veo para protegerme de la civilización.

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Machado, ligero de equipaje

Todo cuanto dice Marcel Proust sobre la memoria y las intermitencias del corazón está en mi ‘Elegía de un madrigal’, publicada en 1907 y escrita mucho antes.

Lo escribió Antonio Machado en su cuaderno Los complementarios, según recuerda Ian Gibson en Ligero de equipaje.

Soy poco amiga de las biografías, pero siempre he dado una oportunidad a los textos sobre la vida de Machado. Leer sobre su docencia antes y durante la Segunda República o sobre su diálogo con poetas e intelectuales coetáneos ha grabado en mí la sensibilidad de una época.

Machado practicaba la costumbre de no suspender a nadie, puesto que, como sus maestros de la Institución Libre de Enseñanza, aborrece los exámenes y un sistema anticuado que pone demasiado énfasis en la memorización de información a menudo inútil, y muy poco en el desarrollo del individuo (…) La lectura comentada y la memorización de poemas eran métodos consagrados en la Institución Libre de Enseñanza.

En Ligero de equipaje he descubierto, en palabras de Juan Ramón Jiménez, en qué consistía el torpe aliño indumentario de Machado:

Iba vestido con un gabán descolorido viejísimo, que sólo conservaba uno o dos botones de una fila, los cuales siempre llevaba abrochados equivocadamente, y debajo los pantalones los sujetaba con una cuerda lo mismo que los puños, atados con trozos de guata en vez de gemelos.

Y también el origen de su nostalgia del paraíso perdido, que explica su madre: Antonio no ha tenido nunca esa alegría propia de la juventud.

Con la estampa de su paso de la frontera, que descubrí precisamente en un tren que me traía de Francia, nació un vínculo poderoso con su obra y su figura.

Yo, para todo viaje
-siempre sobre la madera
de mi vagón de tercera-,
voy ligero de equipaje.

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Noche y día, de Virginia Woolf

 

Trafalgar Square en 1926

Noche y día (1919) es la novela más intrascendente de Virginia Woolf. Transcurre en el Londres de principios del XX, en esos ambientes de señoras que se dedican a hacer visitas alrededor de las cinco de la tarde. En jerga de Facebook, sería el equivalente a las señoras que se pasean en horario de oficina por el barrio de Salamanca con bolsas de Miu Miu y Prada.

La Woolf más Austen se rebela contra esas leyes por las que las mujeres se retiran invariablemente cuando los hombres, como en cumplimiento de un rito religioso, comienzan a beber y fumar.

Es una novela menor, tan convencional que nadie diría que en apenas tres años Virginia retorcería su narrativa para hacerla pictórica, sensual y endiablada en El cuarto de Jacob.

Londres es un protagonista más de la novela, como Katharine o Ralph, y lo volverá a ser de títulos posteriores. Es el Londres nocturno en el que resuenan los pasos de los que se retiran tarde porque reflexionan mientras caminan, el de los primeros oficinistas y el de sufragistas como Mary Datchet.

A los veintinueve años podía enfrentarse con legítimo orgullo con una vida perfectamente dividida entre las horas de trabajo y las horas de los sueños; dos vidas totalmente distintas, al lado una de la otra, pero sin mezclarse jamás.

Un mundo se acaba y otro, desconcertante, lo sustituye:

«La joven generación está llamando a la puerta»; yo le respondí: «¡Oh, la generación joven suele entrar sin llamar, míster Pelham!».

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La ventana de Madame Olenska

Buscaba el París literario. El de los bouquinistes no existía, al menos en otoño. El de Amélie, tan exageradamente coloreado, sabía que era una fantasía, como el de Irma la dulce. El Pont Neuf era demasiado grande para una intimista como yo.

Había tantos parises que al final elegí el de Madame Olenska. En la secuencia final de La edad de la inocencia (Martin Scorsese, 1993), Newland Archer se sienta en un banco y mira hacia la ventana de Ellen, esperando verla después de media vida. Scorsese rodó esta escena en la  placita de Furstenberg, que hoy alberga el museo de Eugéne Delacroix.

La ventana de Madame Olenska
La ventana de Madame Olenska
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Matar a un ruiseñor y curar a Joan

Con días de diferencia he encontrado dos escenas muy parecidas en Matar a un ruiseñor (Harper Lee, 1960) y Mad Men.

En el tercer capítulo de la cuarta temporada de Mad Men, Joan se hace un corte en la mano preparando la comida. Para que no duela, Greg le cuenta un chiste y mientras ella ríe, él cura.

Greg y Joane en la cocina
Greg y Joan en la cocina

En Matar a un ruiseñor, Scout se clava una astilla en el pie. Su tío Jack le hace reír mientras la extrae. Cuando ella pide que le avise en cuanto esté fuera, él ya la tiene en la mano. Es un truco conocido para distraer a los niños que había olvidado y que me apunto porque también sirve para adultos.

Matar a un ruiseñor es una película de juicios, y la novela es pura moralina, de ahí que durante años haya sido lectura obligatoria en los institutos de EEUU y que Obama lo tuviera en su wish list. Me resulta entrañable algún personaje, como Boo Radley. Él es el ruiseñor, no dice una sola palabra y se adueña de las páginas finales, cuando -¡alerta, spoiler!- se persona y todos, protagonistas y nosotros, no podemos pensar más que en protegerlo. En la película le da vida un joven Robert Duvall.

No sabemos qué sucede en las casas, detrás de las puertas cerradas, qué secretos…

Boo Radley en el porche de los Finch junto a Scout, Atticus y el sheriff
Boo Radley en el porche de los Finch junto a Scout, Atticus y el sheriff

Matad todos los arrendajos azules que queráis, si podéis darles, pero recordar que matar a un ruiseñor es pecado (…) Los ruiseñores sólo se dedican a cantar para alegrarnos. No estropean los frutos de los huertos, no anidan en los arcones del maíz, no hacen nada más que derramar su corazón, cantando para nuestro deleite.

Una lectura ligera como todas las que tienen narrador infantil, que en general me resultan facilonas.

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Houellebecq, Ampliación del campo de batalla

Una vida entera leyendo habría colmado todos mis deseos; lo sabía ya a los siete años. La textura del mundo es dolorosa, inadecuada; no me parece modificable. De verdad, creo que toda una vida leyendo me habría sentado mejor.

He ahí el secreto de mi felicidad completa. Lo encuentro, paradójicamente, en un libro que no me ha gustado porque es de esos que concluyen que no merece la pena vivir.

Si hubiera que resumir el estado mental contemporáneo en una palabra yo elegiría, sin dudarlo, amargura.

Es la primera novela de Michel Houellebecq que leo. Ya en la contraportada, Tibor Fischer dice de Ampliación del campo de batalla (1994) que es «El extranjero de Camus para la sociedad informatizada».

Oficialmente, estoy atravesando una depresión. Me parece una fórmula afortunada. No es que me sienta muy bajo; es más bien que el mundo a mi alrededor me parece alto.

De El extranjero, como de casi todo Camus, yo me quedo con el sol. ¿Por qué no me atrae esa literatura? Houellebecq lo sabe:

La forma novelesca no está concebida para retratar la indiferencia, ni la nada; habría que inventar una articulación más anodina, más concisa, más taciturna.

En la novela, que efectivamente me ha resultado anodina, un ingeniero informático recorre Francia dando formación sobre el software que ha desarrollado su empresa para el Ministerio de Agricultura. Es la primera vez que veo reflejada en literatura la relación cliente-proveedor, que se presta a todo menos a las florituras.

El protagonista acaba en un psiquiátrico:

Toda aquella gente -hombres o mujeres- no estaban trastornados en absoluto; sencillamente, les faltaba amor.

Y piensa en el tiempo para no aburrirse:

Me parecía normal que, a falta de acontecimientos más tangibles, las variaciones climáticas vinieran a ocupar cierto lugar en mi vida; por otra parte, según dicen, los viejos no consiguen hablar de otra cosa.

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Mi Kindle y yo

Lo digo siempre: el Kindle no está pensado para geeks, sino para gente que lee mucho.

En mi caso, cuando leo, leo. No voy a abandonar el libro un rato para echar una partida de algo, ver un vídeo  o consultar las noticias. Cuando me siento/tumbo a leer, lo mejor que me puede pasar es tener dos horas por delante para no hacer nada más.

Soy inmune a la estética de un documento cuyo contenido me interese, siempre que sea legible y haya espacios en blanco para respirar. Por eso no pongo pegas a ningún formato: PDF, MOBI o un simple TXT. Es lo que tiene ese «ir a las esencias» que me caracteriza. Que nadie me pregunte cómo es el diseño de un sitio «de contenidos» porque lo sigo a través de feeds -ya debo de ser de las pocas-.

Me encanta leer al aire libre, cosa que se complica algo con el iPad y sus reflejos. También me preocupo mucho de la limpieza del dispositivo, y el Kindle no tiene pantalla táctil, lo cual en este particular es una ventaja.

Leo cada vez más en inglés, por lo que estoy muy bien surtida en la Kindle Store. Además, no me quitan el sueño las novedades, por lo que el Proyecto Gutenberg, para mí, es un filón. Por no hablar de Scribd y mil otros sitios de descarga.

No sé leer sin subrayar. El Kindle lo pone fácil pese a faltarle agilidad al desplazar al cursor y a su teclado algo rígido.

Siempre leo varios libros a la vez y los llevo conmigo cuando viajo, por más que pesen. Dependiendo del estado de ánimo, de las ganas de viajar por unos paisajes o por otros o del hambre de intensidad poética, elegiré uno o otro de los que tenga empezados, o saltaré a uno nuevo.

Me gusta la conexión directa con Amazon, porque ahí está casi cualquier título que se me pueda ocurrir comprar.

La gran carencia que detecto es que no se puedan crear carpetas. Quiero organizar los títulos por escritores y géneros, y de momento no hay forma. He leído que se podrá en breve.

También echo en falta el diccionario en español y un traductor, y no tener que usar el cable si quiero alimentar mi biblioteca gratis.

Su color claro y su funda de cuero color fresa -aportación mía- también lo hacen muy goloso.

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Anchos horizontes

Bruce Chatwin, en «What am I doing here», cuenta que entró a trabajar muy joven en la casa del subastas de arte Sotheby’s y pronto alcanzó un puesto de alta responsabilidad. De repente, un día empezó a perder la visión de un ojo, y después, de otro. El médico le explicó que en los últimos tiempos tal vez había estado mirando las obras de arte demasiado de cerca. ¿Por qué no coger un avión e irse a un sitio donde hubiera grandes horizontes? Ya en el aeropuerto empezó a recuperar la visión de un ojo. Y medio ciego se fue a Sudán, al desierto, donde inmediatamente recuperó la visión en el otro, y ya no volvió. Se dedicó a viajar y a escribir. Digamos que a mí me gustaría contemplar, aun de modo simbólico, esos anchos horizontes.

Lo cuenta en Babelia Vicente Todolí, director saliente de la Tate Modern de Londres.

Me recuerda a mi problema con las mesas y escritorios demasiado llenos. Disfruto viendo los ajenos, sobre todo esos especiales titulados «así es la mesa de trabajo de fulanito». Pero yo, para escribir, leer y pensar necesito que haya pocos objetos en mi mesa.

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Vivir sin Lost

¿Cómo será mi vida sin Lost? Lo voy asimilando tras dos días de «luto». Cada vez que acababa una temporada, empezaba una maratón de extras y tomas falsas, lo que hiciera falta con tal de llenar el vacío. Las reservaba expresamente para el final, porque sabía que me harían falta.

Ahora estoy desolada, tatareando la banda sonora todo el día. Vuelvo a mi rutina pero, cada cierto tiempo, una punzada de malestar me recuerda que se ha terminado. No sé cuántas entrevistas a los creadores, a Matthew Fox, a Evangeline, a Josh, a Terry O’Quinn… puedo haber visto desde que se emitió el episodio final, que se me hizo muy, muy corto.

En una de las entrevistas que vi -fueron tantas-, Evangeline explicaba que ella no era una sci-fi girl. No le interesaba Dharma, ni el humo negro ni los vaivenes de la isla, sino la historia de cada personaje. Será una de las razones por las que ha despertado tantos odios, pero a mí me pasaba lo mismo, y por eso me ha gustado tanto el final.

Yo siempre he ido con Jack porque me negaba a que Lost se transformara en un juego de rol; con Desmond, por su amor por Penny y su sacrificio; con Hurley, que luchaba tanto por ver a todos felices y juntos; y con Kate, que sólo quería lo mejor para Aaron… y a Jack.

Tuve mis días de pasión por Sawyer, pero la entrada de Juliet me hizo perder interés. No me resultó creíble. En otra fase me hice incondicional de Sayid, sobrepasado por su pasado torturador pero dispuesto siempre a ayudar al grupo. Locke a duras penas me interesó.

Ahora espero los 20 minutos del DVD y me consuelo pensando en la escena final y, por qué no, en que hagan la película: basta con que Ben tire de una palanca y regresemos a un tiempo en el que todos estaban en la isla. Y, como las reglas serían diferentes a las que estableció Jakob, dejaría a todos marcharse, juntos, felices y en camiseta. Que no me gusta Jack con traje.

Eloise me pondría alguna pega, pero es que ella vive en un videojuego.

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El extranjero

No, no hablaré de Camus. Me apetecía reinvindicar la palabra, que ya no es cool y suena antigua, pero que sigue significando lo mismo. Ni el exterior, ni fuera de España, ni a otro país… todo rodeos para hablar del extranjero.

Todos los lugares son lo mismo. Lo único que importa es quién esté allí. Un nuevo paisaje es interesante durante media hora, y luego quieres ver lo que de verdad te interesa. Por eso algunos sitios se ponen de moda y luego ésta cambia y la gente se va a otra parte. El lugar en sí mismo nunca importa (Un viaje al extrajero (1930), F.S. Fitzgerald).

Pienso en Estoril o Biarriz, y me da pena que hasta un paisaje pase de moda y se convierta en destino decadente.

Yo no me considero un turista. Un turista es alguien que se levanta temprano y va a las catedrales y habla sobre los paisajes.

También reivindico el placer de no viajar para quien lo prefiera. No es cool pero cada uno es como es.

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