Leo que ha muerto Louise Glück, y casualmente acabo de terminar sus obras completas. Pongo aquí mi colección de subrayados, que creo que representan bien sus temas y atmósferas:
La familia:
Mi retrato favorito de mi Padre está rondando los cuarenta Sobre el rostro vacío de su primogénito El milagro de siempre.
Mi madre quiere saber por qué, odiando tanto a la familia, tuve yo la mía. No le respondo. Lo que odiaba era ser una niña, no poder elegir a quién querer.
Como Adán, fui la primogénita. Creedme, nunca te repones, nunca olvidas el dolor en el costado, en el lugar del que sacaron algo para crear a otra persona.
Dice que la esperanza mató a sus padre, a sus abuelos. Crecía cada primavera con el trigo y moría entre el calor del verano y el frío más crudo. Al final, a ella le dijeron que viviera cerca del mar, como si eso cambiara algo.
El lugar donde crecimos:
Porque fuiste lo bastante ingenuo para amar un sitio, ahora no tienes hogar, huérfano en una sucesión de refugios. No te preparaste lo suficiente. Ante tus ojos, dos personas envejecían; te podría haber dicho que dos muertes se aproximaban. Nunca el amor de un hijo ha mantenido con vida a un padre.
Nuestra casa era gris, una de esas que compras cuando vas a formar una familia. Mi madre sigue allí, totalmente sola. Cuando se siente sola, ve la televisión.
Desde el jardín de nuestra cocina podías ver las montañas, cubiertas de nieve incluso en verano. Recuerdo un tipo de paz que no volví a sentir. De alguna forma, después decidí hacerme artista, para dar voz a esas impresiones.
Dejarás el pueblo en el que naciste y en otro país te harás muy rico, muy poderoso, pero siempre llorarás por algo que dejaste atrás, aunque no sepas lo que es, y finalmente volverás para buscarlo.
Envejecer:
Un día eres un niño rubio al que le falta un diente, y al siguiente, un anciano que respira con dificultad. Es nada, realmente, apenas un momento en la tierra. No una frase, sino una exhalación, una cesura.
Creo que voy a seguir siendo un niño. Pero el cuerpo no escucha. Lo sabe todo, sabe que no eres un niño, no lo has sido desde hace tiempo.
Ahora que es vieja, los hombres jóvenes no se le acercan, así que las noches se liberan, las calles que al anochecer eran tan peligrosas son ahora tan seguras como una pradera.
Respecto a la muerte, uno puede observar que aquellos con autoridad para hablar permanecen en silencio.
Ser diferente:
Toda gran fiesta tiene a su outsider, ese que no conoce la alegría.
¿Quién se arrodilla allí sino el niño que se siente excluido y defectuoso, para quien el recreo es un calvario?
La naturaleza como compañera:
La albahaca floreció sobre la negligencia. Árboles, abrid mi habitación. Ha llegado el bebé.
MARZO La luz permanece más tiempo en el cielo, pero es una luz fría, no nos alivia del invierno.
Después de tanta insistencia con el apego en los libros de crianza, se agradace leer en Apegos feroces (Fierce Attachments, 2015), de Vivian Gornick, cómo era el apego en generaciones anteriores a las de nuestros hijos, y en qué resultó. Por más que ya lo sepamos porque lo hemos vivido…:
Esa tarde pensé: «Una de las dos va a morir a causa de este apego».
La protagonista y su madre pasean cada semana por Manhattan y hablan. Son la prueba viviente de cómo recibimos las opiniones y los juicios de nuestro entorno más cercano: nos irritan por previsibles. Y cómo abrimos la mente cuando llegan de desconocidos:
Yo ahora tengo cuarenta y cinco años y mi madre, setenta y siete. Está fuerte y sana. Recorre la isla conmigo sin dificultad. Durante estos paseos no nos queremos, sino que a menudo rabiamos una contra la otra, pero de todas formas paseamos.
Sin embargo, en el último año ha comenzado a darse una extraña circunstancia. En ocasiones, no me llega a hervir la sangre. Me irrito, pero permanezco tranquila.
Disfruté mucho leyendo Apegos feroces, casi lo subrayé entero. Esta es la selección de ideas que me llevo del libro:
Sobre el paso del tiempo:
Cada vez que cuenta la historia, es la misma y también es completamente distinta, porque cada vez que la oigo soy más mayor y se me ocurren preguntas que no le hice la última vez.
Sobre el placer de leer, de educar la sensibilidad y de disfrutar del arte cuando estamos en un ambiente con poco espacio para él:
Nettie quería seducir, mamá quería sufrir y yo quería leer.
Para Davey, la lectura era un haz de láser –fino, enfocado, intenso– que se abría camino en medio de una inmensa oscuridad.
No era la necesidad filosófica de hallarle sentido a todo lo que empujaba a la señora Kerner a la narración. Era, más bien, que valoraba la sensibilidad y para ella, las artes –la música, la pintura, la literatura– eran un vehículo para la emoción pura.
La vida de una persona era rica o pobre, valía una fortuna o no era más que un desecho, dependiendo de si estaba enriquecida por la sensibilidad o despojada de ella.
Sobre la maternidad y el día a día en una casa con niños pequeños:
Nettie dio a luz un día de agosto terriblemente caluroso después de un parto de cincuenta horas que casi la parte por la mitad. El bebé pesó casi cinco kilos y medio.
Descubrí que me horrorizaba cocinar […] Recuerdo pasarme hora y media preparando algún espantoso plato de cuchara sacado de una revista femenina para terminar engulléndolo los dos en diez minutos, pasarme después una hora limpiando los cacharros y quedarme mirando el fregadero, pensando: «¿Será esto así durante los siguientes cuarenta años?».
Se apostaba en una silla de la cocina cada vez que Richie se quedaba frito al final de la tarde o ya de noche (nunca lo ponía a dormir, esperaba a que cayese rendido)
Su madre, la señora Shapiro, que vivía en el tercero, siempre lo perseguía por la calle con el vaso de leche que no se quería terminar.
Sobre el apego y sus efectos secundarios, y cómo cambia nuestra percepción del papel de los padres a lo largo del tiempo:
El ambiente de nuestra casa era el de una morgue. La pena de mi madre era primitiva y apabullante: devoraba todo el oxígeno del aire.
Recuerdo pensar: «Esta mujer no entiende nada. Papá ya no está y mamá puede irse en cualquier momento. Si lloro, no podré verla. Si no la veo, desaparecerá. Y entonces me quedaré sola». Así comenzó mi obsesión consciente de tener siempre a mi madre a la vista.
Y sobre el pensar como hobby:
Disfruta pensando, aunque no lo sabe. Nunca lo ha sabido.
Será casualidad o no, pero los dos últimos libros que he leído nacen de la conversación entre una madre y una hija. De Me llamo Lucy Barton (My Name Is Lucy Barton, 2016), de Elizabeth Strout, el pensamiento que me persigue es este: la desproporción entre la importancia de la madre en la casa y en el mundo.
Lucy pasa varias semanas en el hospital y su madre llega para hacerle compañía, después de tiempo sin verse porque Lucy ahora vive en Nueva York y su madre sigue en la casa familiar de Illinois.
La madre de Lucy es una mujer callada que ha pasado muchas penurias; mientras acompaña a su hija en el hospital nadie repara en ella, la escucha o la considera. Pero a la vez es una figura colosal en la vida de su hija, antes y ahora que ya viven tan alejadas una de otra. Y está en el núcleo de su literatura (Lucy es escritora):
«Solo tendrás una historia», le dice una autora a la que admira. «Escribirás esa historia de muchas maneras. No te preocupes por buscar historias. Solo tienes una».
La madre de Lucy llegó a trabajar en una biblioteca, pero un día le dijeron que, por un cambio en la regulación de bibliotecas, solo podrían contratar a alguien con formación específica para ello.
¿Quién no ha conocido casos así? Suelen quedar como los tiempos dorados para quienes lo sufren, pero borrados en el olvido para todos los demás. Hay ahí una superioridad implícita que explica así la autora:
Es interesante cómo encontramos formas de sentirnos superiores otra persona o a otro grupo. Pasa en todas partes todo el tiempo. No importa cómo lo llamemos, creo que es lo más bajo de nuestro ser, esa necesidad de que siempre haya alguien por debajo.
El otro libro es Apegos feroces, de Vivian Gornick, que queda para otro post.
Publicada el noviembre 25, 2018 por
Rosana Ferreres
En el siglo XIX era frecuente que la alta sociedad de Nueva Orleans pasara los veranos en Grand Isle. Y eso que, según leo, los huracanes azotan esa costa casi cada ocho años.
En Grand Isle transcurre gran parte de El despertar (The Awakening, 1899), de Kate Chopin, quien pasó allí diez veranos de su vida.
No es ninguna obra maestra pero, siendo de la fecha que es, se agradece asistir a una historia femenina contada por una escritora. La protagonista -la sra Pontellier- tiene todo a lo que podía esperar una mujer de su época pero interiormente se rebela, con final trágico. Ejemplos:
La señora Pontellier no era maternal.
No veía por qué había que anticiparse y pensar en la ropa de invierno durante el verano.
El año anterior los niños habían pasado parte del verano con la abuela Pontellier en Iberville. Estaba segura de su felicidad y bienestar, no los echó de menos salvo alguna ocasional e intensa nostalgia. Su ausencia era una especie de alivio, aunque no lo admitía ni a sí misma. Parecía liberarla de una responsabilidad que había asumido ciegamente y para la el destino no la había preparado.
Cuando entra en reposo, el kindle muestra al azar imágenes de grandes de las artes y las ciencias. Uno de ellos es esta señora a la que te imaginas entrando en la parroquia en Solo ante el peligro. Es Harriet Beecher Stowe(1811, 1896), ferviente abolicionista que escribió La cabaña del tío Tom (1852) y uno de esos casos en los que el nombre del autor es borrado por el peso de un título emblemático.
Las lágrimas más amargas que se derramarán sobre nuestra tumba serán las de las palabras no dichas y las de las obras inacabadas.
Como curiosidad, en un encuentro con Lincoln en 1862 él comentó: «¡Así que tú eres la pequeña mujer que escribió el libro que inició esta gran guerra!».
En 2006, Nora Ephron contó en The New Yorker su historia de amor con un apartamento del edificio Apthorp, en el Upper West Side de Nueva York.
El Apthorp lo mandó construir William Waldorf Astor a principios del siglo XX, y Ephron tuvo la suerte de alquilar el apartamento cuando aún no se había rehabilitado, tenía ratones, las chimeneas no funcionaban y había asbestos en los radiadores. Era 1980 y pagaba 500 dólares al mes que se convirtieron en 12.000 cuando los nuevos dueños convirtieron la finca en el edificio de lujo que es hoy.
La forma de narrar -y de hacer humor- de los judíos americanos me tiene fascinada, estoy saltando de Malamud a Bashevis Singer y Bellow y después de vuelta a Malamud pasando por Nora Ephron. Me da mucha pena haber descubierto a Ephron como periodista y escritora ahora que ya no está, pero mejor tarde que nunca. Y de paso hago un pequeño homenaje a su talento.
Después de años en el Upper West, ella acabó en el Upper East, donde al parecer el clima es más benévolo lejos de las batidas del río Hudson.
Lugares que no quiero compartir con nadie, de Elvira Lindo
Quien ahora vive en el Upper West es Elvira Lindo. En Lugares que no quiero compartir con nadie habla de este barrio de gente progresista, cultivada y en muchos casos judía cuyos verdaderos protagonistas son los viejos […] Disfrutan de ese ambiente residencial en el que nada es cool pero (casi) todo es auténtico. Los viejos de Manhattan suelen estar en el norte de la isla; los jóvenes, en el sur […] En el noreste, despliegan la extravagancia del dinero; en el noroeste, donde está mi casa, la dejadez indumentaria que está permitida en uno de los barrios más progresistas y claramente diversos de Manhattan.
Y esta ilustración de The New Yorker que firma Roz Chast, nacida en Brooklyn, que incorporan en esta y en otras publicaciones literarias a personajes del «otro lado» de la ciudad, al estereotipo del West Side, individuos de aspecto más desastroso y naturaleza atormentada o enfrentada a las contracciones de su tiempo […] creyentes en esa biblia que es el New York Times.
He sacado mil notas del libro, el que más me ha gustado de los suyos. No tiene un orden claro, es breve y se va por las ramas, dejándose llevar por su cariño hacia cada sitio y su historia: El secreto de esta crónica es que está escrita para mí, para esa persona que yo seré en un futuro.
Para situarnos: Mi barrio, que de sur a norte comienza en Lincoln Square y termina en la Universidad de Columbia, y de este a oeste, el río Hudson a Central Park.
Ahí van mis notas:
… sobre el apego a su barrio de los neoyorkinos en general y de los del Upper West en particular
Lo que caracteriza a un irreductible habitante de Manhattan es que mueve muy pocas veces el culo para salir de la isla.
Los de siempre, los neoyorkinos, viviendo a fondo el barrio que les tocó en suerte, construyendo su propio hábitat dentro de la ciudad para hacerla más habitable y sin sentir la necesidad de abarcarlo todo.
Barbara es tan Upper West que apenas ha cruzado el puente de Brooklyn dos veces desde que llegó a Nueva York en el año 1973.
… Lexington Avenue y alrededores
Lexington, sobre todo el tramo por el que paseo ahora, a la altura de la calle 70, ofrece una autenticidad que sólo los neoyorkinos nostálgicos y sensibles advierten […] Una ciudad de provincias con sus comercios sólidos y un poco anticuados.
Upper West Side
… el puente de George Washington
Tornillos y roscas de gran tamaño que he encontrado por el suelo, debajo del George Washington, que te dejan con la inquietud de si es posible que semejante obra de prodigiosa ingeniería pueda ir perdiendo con el paso del tiempo algunas de sus piezas sin que se venga abajo toda su formidable estructura.
George Washington Bridge
… el Nueva York de los Lorca
Lorca en Nueva York
Riverside Drive, cerca de Columbia, donde se hospedó y estudió (no mucho) García Lorca en el año 29.
Conocí este parque hace once años, cuando vine a Nueva York con la intención de escribir un libro para jóvenes sobre Federico García Lorca, y visité esta calle, Riverside Drive, y este parque del Riverside, porque es aquí donde la familia Lorca vino a instalarse.
Ahí, en el Riverside Park, salía don Federico cada tarde a fumarse un puro dándole vueltas, una y otra y otra vez, a por qué se empeñó en que su hijo no emprendiera ese viaje a México que le hubiera salvado de la muerte.
… la ciudad parcheada
Tienen los neoyorkinos un afán ahorrativo que unas veces admiro y otras me inquieta: toda la ciudad está hecha de parches, parches que son consecuencia en ocasiones del poco gasto público pero en otras del poco gasto privado. Es mejor no pensar en el número de apaños, retoques, parches y chapuzas que sostienen la ciudad de Nueva York.
Nueva York será más Venecia que nunca en el siglo XXI, dedicada en cuerpo y alma a mantener su encanto para los turistas en contra del éxodo del tiempo.
… Salinger (que ambientó El guardián entre el centeno en NYC)
Salinger inauguró la era del descontento juvenil, le dio forma literaria a un discurso desestructurado y poco racional, sacralizó una desazón que responde más a cambios hormonales que a un verdadero inconformismo social.
Twain y Salinger son padres fundadores de la literatura americana moderna, y por tanto, padres nuestros también.
Faulkner habló e iluminó a Salinger.
… los escritores de Brooklyn
Esa zona encantadora de Prospect Park en la que el New York Times asegura que se da la mayor concentración de escritores de todos los Estados Unidos.
Prospect Park, Brooklyn
… las madres de Brooklyn
En la zona de Prospect Park, en Brooklyn, las madres constituyen un lobby amenazante, inspiradas por un espíritu castrense de entrega a la crianza y convencidas de que la maternidad ha sido inventada por ellas.
… el East River
Mi amiga Anne Caggiano, natural de Orlando, me contaba el terror que experimentó el día en que, viajando en metro de Manhattan a Brooklyn (obviamente debajo del agua), el tren se quedó parado porque, según el conductor informó por los altavoces, una parte del túnel se estaba inundando.
El embarcadero y el East River, Manhattan al fondo
… la gastronomía
Esta importancia desmedida a la novedad en la cocina se está cargando lugares que además del confit de pato, foie o sopa de cebolla, ofrecían sillones mullidos y rincones tranquilos para charlar.
Los restaurantes orientales llevan asentados en las ciudades americanas tanto tiempo como para que los viejos de hoy recuerden haber comido desde la infancia comida india, china o japonesa.
Algo que hace de los platos exóticos algo realmente casero es que cada noche, de cada uno de esos restaurantes orientales de barrio, sale un repartidor para llevar la cena a muchas casas. Las escaleras de los edificios de Nueva York, a partir de las cinco de la tarde, si no antes, huelen a glutamato y a soja, a curry, a bovril, a salsas agridulces.
… el diseño de un país en el que «todo es grande»
La esencia del diseño americano siempre es rústica, campestre, como la poesía que con tanta frecuencia celebra la naturaleza […] Todo está hecho para ser usado, usado y usado muchas veces.
Hay tiendas en las qué más que comprar te gustaría vivir. Fishs Eddy es una de ellas o Anthropologie.
El furor por el vintage fue más un invento de la gente joven de esta ciudad que de las revistas de moda.
… los enteradillos
Nueva York es una mina para los enterados, para los enteradillos [afán colectivo por estar a la última].
Esta es una ciudad obsesionada con las filas y con las listas de éxitos.
… los parecidos poco razonables
Un camarero rompió el misterio preguntándome si es verdad que yo era una Kennedy. Dijo que mi mandíbula no engañaba.
En cuanto me familiarizo con un barrio periférico se me convierte en Moratalaz y Justice Avenue se transformó en Moratalaz en el momento en que mis ojos se acostumbraron a él.
Es mi alma de adolescente periférica de la gran ciudad la que provoca que los comentarios despectivos hacia los lugares con menos encanto me subleven.
Mi especialidad son los barrios feúchos, algo que debe de estar provocado por una fidelidad indestructible al barrio de mi adolescencia.
… un poco de psicología
Enfriar el cerebro es la definición científica de echar una cabezada.
Los ataques contra alguien nunca son abstractos, siempre hieren personalmente.
Más vale no sufrir por aquello que no se puede cambiar.
… la necesidad de visitar Harlem de los españoles que van a Nueva York
Recuerdo a nuestro amigo el hispanista Bill Scherzer comentar con ironía el empeño que tenían los españoles en visitar Harlem […] ¿Cuántos de nosotros hacemos una excursión por placer o curiosidad a las periferias de nuestras ciudades? […] Ese Harlem, si alguna vez existió tal y como nosotros lo imaginábamos, ya no existe […] Cuando tiene verdadera bulla es porque se trata de una zona ruidosa dominada por puertorriqueños o dominicanos.
… y de ir de compras
Los visitantes suelen lanzarse a comprar como si estuvieran dando rienda suelta a sus últimos deseos.
… y un final entrañable
Cuando me asalta la duda de si quiero o no vivir entre dos ciudades, procuro pensar que donde está él está mi casa. No siempre me consuela. Y sé que es una afirmación incongruente en unas páginas en las que pretendo rendir homenaje a esta ciudad, pero no puedo terminar de otra manera, ésta es la pura verdad.
Despertar intempestivo en la primera noche de vacaciones: son las 5.30 de la mañana, no hay cobertura en Los Moriscos y encender la luz no es buena idea. Solución: kindle en el iPhone. Sorprendentemente, hace un par de días sincronicé la aplicación pensando en estos momentos de desconexión total.
Elijo una de esas obras que ahora me arrepiento de no tener en papel: The Knickerbocker’s History of New York, de Washington Irving. El joven Irving la empezó a escribir con su hermano, pero la continuó en solitario cuando Peter se entregó a empresas más productivas en Europa. Su afán era contar la historia de Nueva York cuando se llamaba Nueva Amsterdam y compendiar las costumbres y particularidades de los antepasados llegados de Holanda.
Al instante pensé en el Quijote, con Knickerbocker como Hamete Benengeli: un casero encuentra un legajo con la historia de Nueva York escrita por Knickerbocker, su pintoresco huésped, que está en paradero desconocido. El prólogo advierte de que aún habrá que hacer muchas correcciones, lo cual exime a Irving de cualquier paso en falso.
La prosa es hechizante, como era de esperar del autor de las leyendas de Sleepy Hollow y Rip Van Wrinkle o los Cuentos de la Alhambra -libro que desgasté cuando era pequeña-, y Knickerbocker todo un personaje cuyo nombre todavía se menciona hoy para evocar a los colonos holandeses.
El espíritu del imprevisible Knickerbocker me persiguió todo el día: vertí sal en el café, desintonicé la radio sin remedio y a punto estuve de desaparecer sin dejar rastro bajo olas en formato tsunami. Y las vacaciones acaban de empezar.
Nota: Hubiera sido mejor leer en el iPad, claro, pero no lo sincronicé y aún ahora, 24 horas después, sigue haciendo tímidos intentos mientras escribo esto.
Los Moriscos, Motril (Granada), 7 de agosto de 2011