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Categoría: Memorias

La mujer temblorosa y la terapia de Instagram

Hacía tiempo que quería leer a Siri Hustvedt, y no sé si ha sido buen idea empezar por La mujer temblorosa o la historia de mis nervios (The Shaking Woman, 2010). El libro parte de un episodio de agitación incontrolable por todo el cuerpo que sufrió la escritora cuando daba una charla sobre su padre.

El libro no ha envejecido bien, porque muchas de las ideas que plantea son ahora totalmente mainstream por culpa de -o gracias a- lo que esta semana denominó el New York Times «terapia de Instagram«. Lectura recomendada, por cierto, para ponernos en alerta sobre esta moda del autodiagnóstico, el exceso de autoobservación o el individualismo radical post-pandémico. Me ha llegado al alma esta frase:

Nos hemos acostumbrado cada vez más a percibirnos como los protagonistas de nuestra propia vida y a los demás como obstáculos en nuestro camino.

Volviendo al libro de Siri Hustvedt, recopilo algunas de las reflexiones que hoy están por todo Instagram:

Sobre el que una enfermedad se convierta en tu identidad, y el consiguiente estigma:

Los pacientes psiquiátricos a menudo dicen «Ya sabes, soy bipolar» o «Soy esquizofrénico». Se identifican totalmente con su enfermedad en estas frases.  

Sobre cómo se han renombrado algunos trastornos:

Mi ataque había sido de histeria. Este término ha sido casi eliminado del discurso médico y sustituido por desorden de conversión, pero bajo el nuevo subyace el antiguo, persiguiéndolo como haría un fantasma […] En el habla cotidiana usamos la palabra histeria para indicar la excitabilidad o exceso de emoción de una persona.

Sobre la separación entre lo físico y lo mental:

Diferenciar lo mental de lo físico es un anacronismo reduccionista del dualismo cuerpo/mente.

Sobre el carácter hereditario de algunos trastornos:

El trastorno maníaco depresivo, también conocido como trastorno bipolar, suele venir de familia; el componente genético es considerablemente mayor que en la esquizofrenia. 

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Apegos feroces

Resultado de imagen de fierce attachments the new york times Después de tanta insistencia con el apego en los libros de crianza, se agradace leer en Apegos feroces (Fierce Attachments, 2015), de Vivian Gornick, cómo era el apego en generaciones anteriores a las de nuestros hijos, y en qué resultó. Por más que ya lo sepamos porque lo hemos vivido…:

Esa tarde pensé: «Una de las dos va a morir a causa de este apego».

La protagonista y su madre pasean cada semana por Manhattan y hablan. Son la prueba viviente de cómo recibimos las opiniones y los juicios de nuestro entorno más cercano: nos irritan por previsibles. Y cómo abrimos la mente cuando llegan de desconocidos:

Yo ahora tengo cuarenta y cinco años y mi madre, setenta y siete. Está fuerte y sana. Recorre la isla conmigo sin dificultad. Durante estos paseos no nos queremos, sino que a menudo rabiamos una contra la otra, pero de todas formas paseamos.

Sin embargo, en el último año ha comenzado a darse una extraña circunstancia. En ocasiones, no me llega a hervir la sangre. Me irrito, pero permanezco tranquila.

Disfruté mucho leyendo Apegos feroces, casi lo subrayé entero. Esta es la selección de ideas que me llevo del libro:

  • Sobre el paso del tiempo:

Cada vez que cuenta la historia, es la misma y también es completamente distinta, porque cada vez que la oigo soy más mayor y se me ocurren preguntas que no le hice la última vez.

  • Sobre el placer de leer, de educar la sensibilidad y de disfrutar del arte cuando estamos en un ambiente con poco espacio para él:

Nettie quería seducir, mamá quería sufrir y yo quería leer.

Para Davey, la lectura era un haz de láser –fino, enfocado, intenso– que se abría camino en medio de una
inmensa oscuridad.

No era la necesidad filosófica de hallarle sentido a todo lo que empujaba a la señora Kerner a la narración. Era,
más bien, que valoraba la sensibilidad y para ella, las artes –la música, la pintura, la literatura– eran un vehículo
para la emoción pura.

La vida de una persona era rica o pobre, valía una fortuna o no era más que un desecho, dependiendo de si
estaba enriquecida por la sensibilidad o despojada de ella.

  • Sobre la maternidad y el día a día en una casa con niños pequeños:

Nettie dio a luz un día de agosto terriblemente caluroso después de un parto de cincuenta horas que casi la parte por la mitad. El bebé pesó casi cinco kilos y medio.

Descubrí que me horrorizaba cocinar […] Recuerdo pasarme hora y media preparando algún espantoso plato de cuchara sacado de una revista femenina para terminar engulléndolo los dos en diez minutos, pasarme después una hora limpiando los cacharros y quedarme mirando el fregadero, pensando: «¿Será esto así durante los siguientes cuarenta años?».

Se apostaba en una silla de la cocina cada vez que Richie se quedaba frito al final de la tarde o ya de noche
(nunca lo ponía a dormir, esperaba a que cayese rendido)

Su madre, la señora Shapiro, que vivía en el tercero, siempre lo perseguía por la calle con el vaso de leche que
no se quería terminar.

  • Sobre el apego y sus efectos secundarios, y cómo cambia nuestra percepción del papel de los padres a lo largo del tiempo:

El ambiente de nuestra casa era el de una morgue. La pena de mi madre era primitiva y apabullante: devoraba
todo el oxígeno del aire.

Recuerdo pensar: «Esta mujer no entiende nada. Papá ya no está y mamá puede irse en cualquier
momento. Si lloro, no podré verla. Si no la veo, desaparecerá. Y entonces me quedaré sola». Así comenzó mi
obsesión consciente de tener siempre a mi madre a la vista.

  • Y sobre el pensar como hobby:

Disfruta pensando, aunque no lo sabe. Nunca lo ha sabido.

 

 

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M Train, de Patti Smith

No es fácil escribir sobre nada

Así empieza Patti Smith su libro de memorias M Train (2015). Tan especiales son su lenguaje e imaginario que la sensación al terminarlo es de haber leído un poemario.

Con «fascinación por la melancolía» repasa momentos de sus 70 años mientras busca el mejor café y elige el rincón más apartado de cafeterías que van echando el cierre una tras otra.

Fred «Sonic» Smith (su marido, 1948-1994), Jean Genet, Paul BowlesRoberto Bolaño , Sylvia PlathWilliam Burroughs son nombres recurrentes, sobre todo el primero:

Conocí al músico Fred «Sonic» Smith en Detroit. Fue un encuentro inesperado que alteró lentamente el curso de mi vida, infiltrándose en todo: mis poemas, mis canciones, mi corazón.

Cuando murió:

La mañana de Halloween con Fred en una ambulancia a toda velocidad por Detroit, hacia el mismo hospital donde nacieron nuestros hijos. Volver a casa sola después de medianoche en medio de una fuerte tormenta. Fred no nació en un hospital. Nació durante una tormenta eléctrica en la casa de sus abuelos en West Virginia.

De Roberto Bolaño lamenta su muerte antes de tiempo:

Morir en lo más alto a los 50 años. Su pérdida y su obra no escrita nos niegan por lo menos un secreto del mundo. 

De Sylvia Plath visita la tumba en más de una ocasión:

Una vez fui desde Londres hasta Leeds y Heptonstall para visitar la tumba de Sylvia Plath. Caminé entre las agujas de pino, después por la nieve, y regresé en primavera. La visite más que la tumba de mi propia madre. Pero no siento a mi madre allí: está conmigo donde yo esté; en la sonrisa de mi hija, en los susurros que me tranquilizan cuando descarrilo.

¿Con qué me quedo?

Con las líneas que dedica a sus hijos:

Repaso los garabatos de mi hijo en una copia de biblioteca de Yoshitsune, y releo las primeras páginas de «El ocaso», de Osamu Dazai, cuya frágil cubierta está decorada con pegatinas de Transformers. 

Queremos lo que no podemos tener. Reclamamos cierto momento, sonido, sensación. Quiero escuchar la voz de mi madre. Quiero ver a mis hijos cuando eran niños. Manos pequeñas, pies rápidos. Todo cambia. Hijo crecido, padre muerto, hija más alta que yo, llorando por un mal sueño. Por favor, quedaos para siempre, les digo a las cosas que conozco. No os vayáis. No crezcáis. 

Con su guiño a la habitación propia de Virginia Woolf:

Escribí en aquella habitación hasta que mi hijo creció y se convirtió en su cuarto. A partir de entonces escribí en la cocina.

Con cómo retrata un particular momento vital sin ídolos ni presiones:

¿Cómo puedo no tener nada que leer? A lo mejor no es por falta de libros, sino de una obsesión.

Y con dos misiones: visitar Rockaway Beach (Queens, Nueva York) y leer El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov.

 

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