Los escritores escriben tragedias para que la gente no olvide que son humanos. Nos muestran cuál es la condición humana. Organizan el sentido de nuestras vidas para que quede claro ante nuestros ojos (del cuento Imaginemos una boda).
En un episodio de The Big Bang Theory estaba Amy Farrah Fowler ensimismada dando vueltas a lo que acababa de leer. Así pasé yo muchos ratos con los Cuentos reunidos (2011) de Bernard Malamud (1914- 1986). No es precisamente un libro que termines en tres días porque hay que cerrarlo después de cada historia.
Una de ellas, Kew Gardens, me conmovió especialmente porque hablaba de Virginia Woolf: de cómo recibía las críticas a su obra (escribió veintiún libros cuyas reseñas la asustaban), su carácter (mira que soy melancólica de nacimiento), sus cartas a Leonard (no creo que haya habido dos personas más felices que nosotros) y sus simbolismos (en cuanto a «Al faro», no tengo ni idea de qué significa, si es que tiene un significado).
En Lluvia de primavera hay un personaje con síntomas parecidos a los de Amy F.F.: George tenía una de sus noches de insomnio. Le sucedía después de acabar de leer una novela interesante, y se quedaba despierto imaginando que todas esas cosas le pasaban a él. Y el río Hudson es tan desmesurado como en otras novelas de contemporáneos como Isaac Bashevis Singer, parece que vean en él las turbulencias que dejaron en Europa: Un viento húmedo cruzaba el oscuro Hudson procedente de Nueva Jersey, impregnado del olor de la primavera.
Pero la mayoría de los relatos hablan de los pequeños comerciantes judíos de Brooklyn recién llegados de Europa tras la Segunda Guerra Mundial: de las penurias de los tenderos (desde que el supermercado A&P se había instalado en el barrio, vendía la mitad que antes –La tienda de ultramarinos), la pérdida de una lengua (para muchas de esas personas, que se expresaban muy bien en su idioma, la mayor pérdida era la del lenguaje: no poder decir lo que querían. Se te ocurre un pensamiento sutil y te sale como un trozo de botella rota –El refugiado alemán-) o los miedos que impregnan la piel hasta la tumba (desde la guerra, los judíos se quedan en casa. Todo el mundo sale a pasarlo bien para olvidar sus problemas, pero los judíos se quedan en casa preocupados. La Segunda Avenida parece una tumba –Función benéfica-).
Me gusta menos cuando ambienta en Italia relatos que parecen ensoñaciones: Le gustaba el pueblo de tejados rojos de Pallanza, en la otra orilla, y sobre todo las cuatro hermosas islas que había en el lago, diminutas pero rebosantes de palacios, altos árboles, jardines, estatuas […] Qué belleza de nombres: Isola Bella, dei Pescatori, Madre y del Dongo […] Abajo, en las verdes y sinuosas planicies de Piamonte y Lombardía, se desperdigaban siete lagos, siete espejos que reflejaban el destino de alguien. ¿De quién? Y a lo lejos, muy alto, se alzaba el anillo de los asombrosos Alpes cubiertos de nieve (La dama del lago).
Leyendo La muerte en mí me acordé mucho del Tenement Museum de Nueva York: Marcus era sastre desde mucho antes de la guerra, un hombre optimista con una tupida mata de pelo grisáceo, cejas finas y frágiles y manos benevolentes, que había entrado en el ramo de la confección relativamente tarde. Como su mala salud también había prosperado, por decirlo de algún modo, se había visto obligado a contratar a un ayudante que trabajaba en la trastienda haciendo arreglos pero este, cuando las prendas se amontonaban, no podía dedicarse a la plancha, así que se hizo necesario contratar a un planchador; por tanto, aunque la tienda funcionaba, no iba muy bien.
1 comentario