Los escritores escriben tragedias para que la gente no olvide que son humanos. Nos muestran cuál es la condición humana. Organizan el sentido de nuestras vidas para que quede claro ante nuestros ojos (del cuento Imaginemos una boda).
En un episodio de The Big Bang Theory estaba Amy Farrah Fowler ensimismada dando vueltas a lo que acababa de leer. Así pasé yo muchos ratos con los Cuentos reunidos (2011) de Bernard Malamud (1914- 1986). No es precisamente un libro que termines en tres días porque hay que cerrarlo después de cada historia.
Una de ellas, Kew Gardens, me conmovió especialmente porque hablaba de Virginia Woolf: de cómo recibía las críticas a su obra (escribió veintiún libros cuyas reseñas la asustaban), su carácter (mira que soy melancólica de nacimiento), sus cartas a Leonard (no creo que haya habido dos personas más felices que nosotros) y sus simbolismos (en cuanto a «Al faro», no tengo ni idea de qué significa, si es que tiene un significado).
En Lluvia de primavera hay un personaje con síntomas parecidos a los de Amy F.F.: George tenía una de sus noches de insomnio. Le sucedía después de acabar de leer una novela interesante, y se quedaba despierto imaginando que todas esas cosas le pasaban a él. Y el río Hudson es tan desmesurado como en otras novelas de contemporáneos como Isaac Bashevis Singer, parece que vean en él las turbulencias que dejaron en Europa: Un viento húmedo cruzaba el oscuro Hudson procedente de Nueva Jersey, impregnado del olor de la primavera.
Pero la mayoría de los relatos hablan de los pequeños comerciantes judíos de Brooklyn recién llegados de Europa tras la Segunda Guerra Mundial: de las penurias de los tenderos (desde que el supermercado A&P se había instalado en el barrio, vendía la mitad que antes –La tienda de ultramarinos),la pérdida de una lengua (para muchas de esas personas, que se expresaban muy bien en su idioma, la mayor pérdida era la del lenguaje: no poder decir lo que querían. Se te ocurre un pensamiento sutil y te sale como un trozo de botella rota –El refugiado alemán-) o los miedos que impregnan la piel hasta la tumba (desde la guerra, los judíos se quedan en casa. Todo el mundo sale a pasarlo bien para olvidar sus problemas, pero los judíos se quedan en casa preocupados. La Segunda Avenida parece una tumba –Función benéfica-).
Me gusta menos cuando ambienta en Italia relatos que parecen ensoñaciones: Le gustaba el pueblo de tejados rojos de Pallanza, en la otra orilla, y sobre todo las cuatro hermosas islas que había en el lago, diminutas pero rebosantes de palacios, altos árboles, jardines, estatuas […] Qué belleza de nombres: Isola Bella, dei Pescatori, Madre y del Dongo […] Abajo, en las verdes y sinuosas planicies de Piamonte y Lombardía, se desperdigaban siete lagos, siete espejos que reflejaban el destino de alguien. ¿De quién? Y a lo lejos, muy alto, se alzaba el anillo de los asombrosos Alpes cubiertos de nieve (La dama del lago).
Leyendo La muerte en mí me acordé mucho del Tenement Museum de Nueva York: Marcus era sastre desde mucho antes de la guerra, un hombre optimista con una tupida mata de pelo grisáceo, cejas finas y frágiles y manos benevolentes, que había entrado en el ramo de la confección relativamente tarde. Como su mala salud también había prosperado, por decirlo de algún modo, se había visto obligado a contratar a un ayudante que trabajaba en la trastienda haciendo arreglos pero este, cuando las prendas se amontonaban, no podía dedicarse a la plancha, así que se hizo necesario contratar a un planchador; por tanto, aunque la tienda funcionaba, no iba muy bien.
Se lee rápido y no merece más de diez subrayados. Brooklyn (2009), de Colm Tóibín, va directo a mi lista de lecturas ligeras.
Nunca un relato de la inmigración fue tan jovial. La protagonista es Eilis, que en los años cincuenta del siglo XX se marcha a trabajar a Estados Unidos porque la economía familiar se resiente tras la muerte de su padre. Apenas tiene personalidad ni metas importantes en la vida.
Lo que más le gustaba de América, pensaba Eilis esas mañanas, era que mantuvieran la calefacción encendida toda la noche.
En Brooklyn (Nueva York), Eilis trabaja en unos grandes almacenes y vive con varias chicas irlandesas en casa de Mrs Kehoe. En esos dos ambientes descubre la modernidad:
Todas sus compañeras de piso, excepto Dolores, y algunas chicas del trabajo iban a ir a ver «Cantando bajo la lluvia», que se iba a estrenar.
Mrs Kehoe preguntaba a los otros dos si debía comprar un televisor para hacerle compañía por las tardes. Le preocupaba, decía, que se pasara de moda y se fuera a quedar con él. Tanto Tony como el padre Flood le aconsejaron que comprara uno, y eso solo sirvió para que insistiera más en que no había garantía de que fueran a seguir haciendo programas y no quería arriesgarse. «Cuando todo el mundo tenga uno, yo me compraré uno», dijo.
Después de mucho leer sobre la comunidad judía de Nueva York, este libro retrata la irlandesa:
«Partes de Brooklyn», respondió el padre Flood, «son iguales que Irlanda. Están llenas de irlandeses».
Con alguna incursión en la italiana:
Diana y Patty le habían advertido de que nadie se cambiaba en la playa en Italia. Los italianos se habían llevado a América la costumbre de ponerse el bañador debajo de la ropa antes de salir, evitando el hábito irlandés de cambiarse en la playa, lo cual era, según Diana, poco elegante e indigno, como mínimo.
Tony brillaba a pesar del hecho de que su familia vivía en dos habitaciones o que trabajara con sus manos.
Eilis está inspirada en una mujer de Enniscorthy, la localidad natal de Tóibín, y tal vez por eso el personaje parece algo velado, como si se resguardara su intimidad. A mitad de la novela parece que empieza la tensión -¿volverá Eilis a Brooklyn después del viaje inesperado a Irlanda o se quedará allí como si los días en América hubieran sido un sueño?-. Pero al final la decisión da igual, la tensión se difumina y el desenlace es tan ligero como todo el libro.
Lo que más he disfrutado es la escapada dominical a Coney Island para pasar un día de playa y luego comer perritos en Nathan’s. ¡Cuántos recuerdos!
En 2006, Nora Ephron contó en The New Yorker su historia de amor con un apartamento del edificio Apthorp, en el Upper West Side de Nueva York.
El Apthorp lo mandó construir William Waldorf Astor a principios del siglo XX, y Ephron tuvo la suerte de alquilar el apartamento cuando aún no se había rehabilitado, tenía ratones, las chimeneas no funcionaban y había asbestos en los radiadores. Era 1980 y pagaba 500 dólares al mes que se convirtieron en 12.000 cuando los nuevos dueños convirtieron la finca en el edificio de lujo que es hoy.
La forma de narrar -y de hacer humor- de los judíos americanos me tiene fascinada, estoy saltando de Malamud a Bashevis Singer y Bellow y después de vuelta a Malamud pasando por Nora Ephron. Me da mucha pena haber descubierto a Ephron como periodista y escritora ahora que ya no está, pero mejor tarde que nunca. Y de paso hago un pequeño homenaje a su talento.
Después de años en el Upper West, ella acabó en el Upper East, donde al parecer el clima es más benévolo lejos de las batidas del río Hudson.
Lugares que no quiero compartir con nadie, de Elvira Lindo
Quien ahora vive en el Upper West es Elvira Lindo. En Lugares que no quiero compartir con nadie habla de este barrio de gente progresista, cultivada y en muchos casos judía cuyos verdaderos protagonistas son los viejos […] Disfrutan de ese ambiente residencial en el que nada es cool pero (casi) todo es auténtico. Los viejos de Manhattan suelen estar en el norte de la isla; los jóvenes, en el sur […] En el noreste, despliegan la extravagancia del dinero; en el noroeste, donde está mi casa, la dejadez indumentaria que está permitida en uno de los barrios más progresistas y claramente diversos de Manhattan.
Y esta ilustración de The New Yorker que firma Roz Chast, nacida en Brooklyn, que incorporan en esta y en otras publicaciones literarias a personajes del «otro lado» de la ciudad, al estereotipo del West Side, individuos de aspecto más desastroso y naturaleza atormentada o enfrentada a las contracciones de su tiempo […] creyentes en esa biblia que es el New York Times.
He sacado mil notas del libro, el que más me ha gustado de los suyos. No tiene un orden claro, es breve y se va por las ramas, dejándose llevar por su cariño hacia cada sitio y su historia: El secreto de esta crónica es que está escrita para mí, para esa persona que yo seré en un futuro.
Para situarnos: Mi barrio, que de sur a norte comienza en Lincoln Square y termina en la Universidad de Columbia, y de este a oeste, el río Hudson a Central Park.
Ahí van mis notas:
… sobre el apego a su barrio de los neoyorkinos en general y de los del Upper West en particular
Lo que caracteriza a un irreductible habitante de Manhattan es que mueve muy pocas veces el culo para salir de la isla.
Los de siempre, los neoyorkinos, viviendo a fondo el barrio que les tocó en suerte, construyendo su propio hábitat dentro de la ciudad para hacerla más habitable y sin sentir la necesidad de abarcarlo todo.
Barbara es tan Upper West que apenas ha cruzado el puente de Brooklyn dos veces desde que llegó a Nueva York en el año 1973.
… Lexington Avenue y alrededores
Lexington, sobre todo el tramo por el que paseo ahora, a la altura de la calle 70, ofrece una autenticidad que sólo los neoyorkinos nostálgicos y sensibles advierten […] Una ciudad de provincias con sus comercios sólidos y un poco anticuados.
Upper West Side
… el puente de George Washington
Tornillos y roscas de gran tamaño que he encontrado por el suelo, debajo del George Washington, que te dejan con la inquietud de si es posible que semejante obra de prodigiosa ingeniería pueda ir perdiendo con el paso del tiempo algunas de sus piezas sin que se venga abajo toda su formidable estructura.
George Washington Bridge
… el Nueva York de los Lorca
Lorca en Nueva York
Riverside Drive, cerca de Columbia, donde se hospedó y estudió (no mucho) García Lorca en el año 29.
Conocí este parque hace once años, cuando vine a Nueva York con la intención de escribir un libro para jóvenes sobre Federico García Lorca, y visité esta calle, Riverside Drive, y este parque del Riverside, porque es aquí donde la familia Lorca vino a instalarse.
Ahí, en el Riverside Park, salía don Federico cada tarde a fumarse un puro dándole vueltas, una y otra y otra vez, a por qué se empeñó en que su hijo no emprendiera ese viaje a México que le hubiera salvado de la muerte.
… la ciudad parcheada
Tienen los neoyorkinos un afán ahorrativo que unas veces admiro y otras me inquieta: toda la ciudad está hecha de parches, parches que son consecuencia en ocasiones del poco gasto público pero en otras del poco gasto privado. Es mejor no pensar en el número de apaños, retoques, parches y chapuzas que sostienen la ciudad de Nueva York.
Nueva York será más Venecia que nunca en el siglo XXI, dedicada en cuerpo y alma a mantener su encanto para los turistas en contra del éxodo del tiempo.
… Salinger (que ambientó El guardián entre el centeno en NYC)
Salinger inauguró la era del descontento juvenil, le dio forma literaria a un discurso desestructurado y poco racional, sacralizó una desazón que responde más a cambios hormonales que a un verdadero inconformismo social.
Twain y Salinger son padres fundadores de la literatura americana moderna, y por tanto, padres nuestros también.
Faulkner habló e iluminó a Salinger.
… los escritores de Brooklyn
Esa zona encantadora de Prospect Park en la que el New York Times asegura que se da la mayor concentración de escritores de todos los Estados Unidos.
Prospect Park, Brooklyn
… las madres de Brooklyn
En la zona de Prospect Park, en Brooklyn, las madres constituyen un lobby amenazante, inspiradas por un espíritu castrense de entrega a la crianza y convencidas de que la maternidad ha sido inventada por ellas.
… el East River
Mi amiga Anne Caggiano, natural de Orlando, me contaba el terror que experimentó el día en que, viajando en metro de Manhattan a Brooklyn (obviamente debajo del agua), el tren se quedó parado porque, según el conductor informó por los altavoces, una parte del túnel se estaba inundando.
El embarcadero y el East River, Manhattan al fondo
… la gastronomía
Esta importancia desmedida a la novedad en la cocina se está cargando lugares que además del confit de pato, foie o sopa de cebolla, ofrecían sillones mullidos y rincones tranquilos para charlar.
Los restaurantes orientales llevan asentados en las ciudades americanas tanto tiempo como para que los viejos de hoy recuerden haber comido desde la infancia comida india, china o japonesa.
Algo que hace de los platos exóticos algo realmente casero es que cada noche, de cada uno de esos restaurantes orientales de barrio, sale un repartidor para llevar la cena a muchas casas. Las escaleras de los edificios de Nueva York, a partir de las cinco de la tarde, si no antes, huelen a glutamato y a soja, a curry, a bovril, a salsas agridulces.
… el diseño de un país en el que «todo es grande»
La esencia del diseño americano siempre es rústica, campestre, como la poesía que con tanta frecuencia celebra la naturaleza […] Todo está hecho para ser usado, usado y usado muchas veces.
Hay tiendas en las qué más que comprar te gustaría vivir. Fishs Eddy es una de ellas o Anthropologie.
El furor por el vintage fue más un invento de la gente joven de esta ciudad que de las revistas de moda.
… los enteradillos
Nueva York es una mina para los enterados, para los enteradillos [afán colectivo por estar a la última].
Esta es una ciudad obsesionada con las filas y con las listas de éxitos.
… los parecidos poco razonables
Un camarero rompió el misterio preguntándome si es verdad que yo era una Kennedy. Dijo que mi mandíbula no engañaba.
En cuanto me familiarizo con un barrio periférico se me convierte en Moratalaz y Justice Avenue se transformó en Moratalaz en el momento en que mis ojos se acostumbraron a él.
Es mi alma de adolescente periférica de la gran ciudad la que provoca que los comentarios despectivos hacia los lugares con menos encanto me subleven.
Mi especialidad son los barrios feúchos, algo que debe de estar provocado por una fidelidad indestructible al barrio de mi adolescencia.
… un poco de psicología
Enfriar el cerebro es la definición científica de echar una cabezada.
Los ataques contra alguien nunca son abstractos, siempre hieren personalmente.
Más vale no sufrir por aquello que no se puede cambiar.
… la necesidad de visitar Harlem de los españoles que van a Nueva York
Recuerdo a nuestro amigo el hispanista Bill Scherzer comentar con ironía el empeño que tenían los españoles en visitar Harlem […] ¿Cuántos de nosotros hacemos una excursión por placer o curiosidad a las periferias de nuestras ciudades? […] Ese Harlem, si alguna vez existió tal y como nosotros lo imaginábamos, ya no existe […] Cuando tiene verdadera bulla es porque se trata de una zona ruidosa dominada por puertorriqueños o dominicanos.
… y de ir de compras
Los visitantes suelen lanzarse a comprar como si estuvieran dando rienda suelta a sus últimos deseos.
… y un final entrañable
Cuando me asalta la duda de si quiero o no vivir entre dos ciudades, procuro pensar que donde está él está mi casa. No siempre me consuela. Y sé que es una afirmación incongruente en unas páginas en las que pretendo rendir homenaje a esta ciudad, pero no puedo terminar de otra manera, ésta es la pura verdad.
Publicada el septiembre 17, 2011 por
Rosana Ferreres
¿Recordáis el episodio de Cómo conocí a vuestra madre en el que Ted Mosby echaba pestes de New Jersey?
En resumen: las chicas ya pueden meterse en esa cloaca que es el Holland Tunnel, que Ted haría cualquier cosa por ligar, pero ¡no piensa ir a New Jersey! Que, dicho sea de paso, no es ni remotamente «más o menos lo mismo que Nueva York».
Eso hice yo: descender hasta las profundidades del río Hudson por el Holland Tunnel en mi flamante Lincoln alquilado -no sin antes atravesar a lo grande Times Square- y emerger bajo el gran cartel de Jersey City. Experiencia tensa porque en mi top de momentos traumáticos, junto a volar y sucedáneos, está la sensación angustiosa de tener un «gran río americano» sobre mi cabeza o bajo mis pies, léase cruzar cualquier puente que conduzca a Manhattan.
Salir de Midtown Manhattan en coche no es complicado si no hay atascos, y en mi caso eran las 7 de la mañana: todo recto por la Séptima hasta el citado Holland Tunnel, e inmediatamente después disfrutarás de una curiosa estampa de Lower Manhattan desde New Jersey, con la Estatua de la Libertad de espaldas.
Lo siguiente fue atravesar el industrial y frondoso estado de New Jersey, The Garden State, por la New Jersey Turnpike -la primera turnpike de muchas- rumbo a Lancaster, Pennsylvania.
Publicada el septiembre 11, 2011 por
Rosana Ferreres
Empiezo una serie de posts escritos durante mis vacaciones por los EEUU. En su momento no pude publicarlos por falta de conexión.
Imaginemos una casa de tres habitaciones -dormitorio, cocina, sala de estar-, sin agua corriente ni luz eléctrica y una única ventana en el salón. Así vivían en el Lower East Side a finales del siglo XIX las familias pobres recién llegadas de Europa, con el añadido de que no entendían el idioma ni las costumbres de los neoyorkinos y no tenían más remedio que trabajar en su propia casa, por ejemplo confeccionando trajes en compañía de otros inmigrantes en su misma situación. Inconvenientes: un hombre planchando en el salón de sol a sol, temperaturas altísimas dentro de la casa, ambiente cargado, falta de espacio, niños correteando por la zona de trabajo…
A estos bloques de viviendas se les llamó tenement buildings, y a las casas-fábrica, sweatshops. El Tenement Museum abrió en los años 80 del s.XX en un edificio de viviendas como las descritas, en el 97 de Orchard Street. Con testimonios de antiguos inquilinos se recreó el ambiente de varios apartamentos de este bloque de cinco plantas deshauciado en 1935 por no cumplir las normativas de higiene y habitabilidad.
El museo ofrece varios tours guiados: por las casas de los irlandeses, por las de los italianos, por las de los judíos y por el barrio. Yo elegí la ruta judía y conocí las condiciones de vida de Harris y Jennie Levine, rusos, y de los Rogarshevsky (después Rosenthal), lituanos. La visita no está en los circuitos turísticos comunes (Empire State, Estatua de la Libertad, Central Park…), de hecho en mi grupo predominaban los estadounidenses del Medio Oeste, que tenían una palabra para estas infraviviendas del pasado: scum («capa de suciedad», «escoria»). En el interior del bloque estaba prohibido hacer fotos, pero hay muchas en la web del museo.
Escrito en: Edificio de la ONU, 19 de agosto de 2011
Fotos del Lower East Side:
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Jet lag. Son las 3.30 de la mañana en el Midtown y me acabo de despertar. No es un indolente duermevela sino frenética actividad mañanera. En esta ciudad no se duerme, lo manda Sinatra y no se hable más.
Mi apartamento está en un bloque que parece el de Seinfeld. Seguro que salgo al pasillo y está Newman orquestando su venganza tras la puerta, y diría que Kramer se va a personar de un momento a otro.
El ajetreo en la calle es de órdago. Apuesto a que hasta Uncle Leo tiene abierto el negocio para no perder clientes. Las furgonetas transportan de un lado a otro de Manhattan los puestos de hot dogs, pretzels y helados, hay quien hace su ruta del colesterol por el carril bus, una turista fotografía -aún de noche- la gran marquesina del teatro donde se graba el late show de David Letterman, y decenas de neoyorkinos se dirigen al trabajo -o a su casa- con la mochila al hombro. Algunos hasta silban y hacen palmas.
Despertar intempestivo en la primera noche de vacaciones: son las 5.30 de la mañana, no hay cobertura en Los Moriscos y encender la luz no es buena idea. Solución: kindle en el iPhone. Sorprendentemente, hace un par de días sincronicé la aplicación pensando en estos momentos de desconexión total.
Elijo una de esas obras que ahora me arrepiento de no tener en papel: The Knickerbocker’s History of New York, de Washington Irving. El joven Irving la empezó a escribir con su hermano, pero la continuó en solitario cuando Peter se entregó a empresas más productivas en Europa. Su afán era contar la historia de Nueva York cuando se llamaba Nueva Amsterdam y compendiar las costumbres y particularidades de los antepasados llegados de Holanda.
Al instante pensé en el Quijote, con Knickerbocker como Hamete Benengeli: un casero encuentra un legajo con la historia de Nueva York escrita por Knickerbocker, su pintoresco huésped, que está en paradero desconocido. El prólogo advierte de que aún habrá que hacer muchas correcciones, lo cual exime a Irving de cualquier paso en falso.
La prosa es hechizante, como era de esperar del autor de las leyendas de Sleepy Hollow y Rip Van Wrinkle o los Cuentos de la Alhambra -libro que desgasté cuando era pequeña-, y Knickerbocker todo un personaje cuyo nombre todavía se menciona hoy para evocar a los colonos holandeses.
El espíritu del imprevisible Knickerbocker me persiguió todo el día: vertí sal en el café, desintonicé la radio sin remedio y a punto estuve de desaparecer sin dejar rastro bajo olas en formato tsunami. Y las vacaciones acaban de empezar.
Nota: Hubiera sido mejor leer en el iPad, claro, pero no lo sincronicé y aún ahora, 24 horas después, sigue haciendo tímidos intentos mientras escribo esto.
Los Moriscos, Motril (Granada), 7 de agosto de 2011
Un diálogo de Nueva York, la novela de Edward Rutherfurd, nos recuerda aquel consejo de Virginia Woolf tan irrealizable en la era de las interrupciones:
Virginia Woolf explicaba que, en cierto periodo de su vida, consiguió producir mucho porque disponía de tres horas de trabajo ininterrumpidas cada día. Y yo pensé: ¿de qué demonios habla? ¿Sólo tres horas de trabajo al día? Luego estuve observando en la oficina a toda esa gente que trabaja catorce horas al día y pensé: ¿cuántos de ellos dedican realmente tres horas al día a una auténtica actividad intelectual y creativa? Mi conclusión fue que probablemente ninguno. Así que Virginia Woolf consiguió mucho más de lo que lograrán ellos en toda su vida con tres horas al día. Da mucho que pensar. Quizás harían algo mejor si trabajaran menos.
Ni el de Woody Allen ni el de Paul Auster, Edith Warthon o J.D. Salinger: el Nueva York de la novela de Edward Rutherfurd es todos a la vez porque arranca en 1664, cuando aún se llamaba Nueva Amsterdam y había asentamientos indios en Manhattan, y termina en 2009, en plena crisis financiera.
En Nueva York los personajes son lo de menos. No hay una saga a la que seguir desde el siglo XVII, sino estereotipos neoyorkinos más o menos reconocibles. Lo más interesante de sus 938 páginas es conocer el origen de los iconos de la ciudad:
Broadway, siglo XVII:
Íbamos caminando por la calle principal que va del fuerte a la entrada de la muralla, la que los ingleses llamaban Broadway…
Wall Street:
Se había trazado una nueva calle paralela a la vieja muralla del norte de la ciudad, que se estaba cayendo a pedazos. A esa nueva calle la llamaron Wall Street. En 1696, los anglicanos sentaron los cimientos de una gran iglesia en la esquina de Wall Street y Broadway, a la que pusieron por nombre Trinity Church.
Central Park:
[En 1863] Hacía pocos años que habían dispuesto aquel rectángulo de cuatro kilómetros de largo, proyectado por Olmstead y Vaux, con objeto de proporcionar un espacio de asueto, un «pulmón» en el centro de lo que ya se prevía como un trazado completo de calles. Para ello habían desecado pantanos, eliminado un par de aldeas y allanado colinas. En su lugar las extensiones de césped, estanques, bosques y senderos ofrecían unos paisajes casi tan elegantes como el Hyde Park de Londres o el Bois de Boulogne contiguo a París.
Little Italy a principios del siglo XX:
La gente procedente de la región napolitana vivía en su mayoría en la calle Mulberry, los calabreses en la Mott, los sicilianos en la Elizabeth…
La New York Library:
El 23 de mayo de 1911, el presidente de los Estados Unidos en persona se encontraba en la ciudad de Nueva York para presidir una importante ceremonia. En la Quinta Avenida, en el lugar donde antes se elevaba el viejo depósito con aspecto de fortaleza, la gran biblioteca se iba a abrir por fin al público. La colección, basada en la suma de las bibliotecas Astor y Lenox, era inmensa. Gracias a la cuantiosa donación de Andrew Carnegie, el sistema de bibliotecas de Nueva York se encontraba entre las instituciones más generosas del mundo, de acceso libre al público.
El Empire State, nacido para rebasar la altura del edificio Chyrsler:
Había estado en varias obras, y aquella era la más interesante. Se encontraba en la Quinta Avenida, junto a la calle Treinta y Cuatro. A principios de año [1917], aquel solar estaba todavía ocupado por la magnífica mole del hotel Waldorf-Astoria. En marzo, solo quedaba un enorme socavón de doce metros de profundidad. Ahora del lecho de roca del suelo surgía con asombrosa velocidad el rascacielos que iba a superar a todos los que se habían construido hasta entonces. Todo lo relacionado con aquel proyecto era desmesurado. El promotor, Raskob, había salido de la nada hasta convertirse en el hombre de confianza de la poderosa familia Du Pont y presidente de la comisión financiera de la General Motors. El gestor, Al Smith, aún era pobre, pero había sido gobernador de Nueva York por el partido demócrata y hasta podría haber sido elegido presidente de Estados Unidos de no haber sido católico. Ambos eran personas extravagantes. Detestaban la hipocresía de la Ley Seca y amaban los retos. Si Walter Chrysler creía que aquella ingeniosa estratagema de la aguja de acero inoxidable iba a coronarlo rey de la silueta de Nueva York, anda errado. El Empire State iba a superarla dentro de poco.
Bryant Park en 2000:
Detrás de la Biblioteca de Nueva York, en el lugar donde antes se alzaba el Crystal Palace, la pequeña zona verde de Bryant Park se había convertido en un tétrico enclave poblado de ratas y traficantes de drogas. Ahora lo habían transformado en un área donde los empleados de las oficinas próximas podían sentarse a tomar un capuchino.
Y los indios mohawk que trabajaron en los rascacielos:
En la obra empleaban a bastantes indios mohawk. Medio siglo atrás, familias enteras de ellos habían aprendido el arte de trabajar con el hierro en los puentes de Canadá. Ahora habían acudido desde su reserva para trabajar en los rascacielos de Nueva York. A Salvatore le gustaba mirar cómo los mohawk permanecían tranquilamente sentados en las vigas mienras las proyectaban encima del vacío a alturas de vértigo.