A los pies del Etna, en la ladera norte, se extiende Randazzo con sus tres chiasas y sus edificios de oscura piedra volcánica. Nada invita a que te detengas mientras la cruzas pensando en qué se le ha perdido aquí a esta gente. Siglos y siglos intacta bajo el volcán han de tener una explicación.
Al dejar esta localidad y atravesar los huertos, a tu izquierda no paras de ver señales que conducen al Monte Etna. Esta, que conste, no es la ladera turística. Si sigues las indicaciones hacia la antigua estación de esquí de Piano Provenzana sabrás por qué.
La estación quedó arrasada por una lengua de lava en 2002. Ascendiendo por la carretera entre espesos bosques no ves nada anormal hasta que una estampa apocalíptica te obliga a parar en seco tras una empinada curva. Ya no ves árboles, solo troncos y ramas muertos, blanquecinos, tumbados, arrastrados y arrojados sobre una masa desordenada de piedras negras escupidas por el volcán. Levantas la vista hacia el monte y le dices «esto es cosa tuya, ¿no?». Parece una descomunal escombrera que se haya ido desprendiendo de la cima. Es fácil distinguir el camino que siguió la lava, engullendo las instalaciones de Piano Provenzano, ahora sustituidas por casetas prefabricadas de madera. A 11 grados, grupos de montañeros inician aquí su ascenso a pie hacia el cráter. La próxima vez me apunto, a menos que ver el volcán bufando me eche para atrás.
Porque una se sugestiona allá arriba. Aquello está vivo. Si ya me pasó en el Teide, que está tranquilo, ¿no me iba a inquietar el Etna? Y eso que las nubes tapaban la humareda, que sí divisé un par de horas después camino a Catania.
Siracusa, 21 de abril de 2011
[slickr-flickr type=»gallery» tag=»etna» photos_per_row=»4″ items=»20″ align=”center”]
Dejar un comentario